Los centros comerciales surgieron en Estados Unidos vinculados al desarrollo urbanístico típico de sus periferias, al despliegue de las infraestructuras viarias y al poder omnímodo de la industria del coche. El suburbio norteamericano, tan típico de las películas y series, permitió al país dar cabida a los soldados que volvieron de la II Guerra Mundial, así como a la generación inmediatamente posterior: la del baby boom, además de decelerar la previsible crisis de acumulación mediante lo que el geógrafo inglés David Harvey denominó solución espacial, esto es, la fijación de una gran cantidad de capital en el territorio mediante vivienda, equipamientos e infraestructuras. De paso, creó toda una cultura, con desastrosas consecuencias para las mujeres que, entre otras cosas, pasaron a recluirse en los adosados con jardín y ver totalmente frustradas sus esperanzas y anhelos de futuro.

Pues bien, es en ese contexto donde surgen los centros comerciales. En Europa, y con algo de retraso, en España, los comenzamos a acoger a finales de la década de los 70 y principios de los 80, cuando empezamos a copiar sistemáticamente un modelo de desarrollo urbano ajeno a la tradición mediterránea de la ciudad compacta. El modelo productivo del tardofranquismo estuvo en gran medida basado en la especulación urbanística, algo que ha venido siendo constante desde entonces. Los centros comerciales se convirtieron, en su momento, en las nuevas plazas; espacios de socialización de y para las nuevas clases medias, aquellas que se mudaban a las afueras de la ciudad y pasaban las tardes de los fines de semana comprando, comiendo o cenando en sus restaurantes y tiendas. Sin embargo, tras unos años, la situación cambió completamente. La vuelta de dichas clases medias al centro de la ciudad, la archiconocida Ciudad Revanchista, de Neil Smith, trasladó el capital simbólico del que habían gozado este tipo de establecimientos, a los antiguos centros urbanos. Allá quedaron, en los centros comerciales, la gente de las poblaciones de unas periferias que habían crecido enormemente y, por supuesto, las clases populares.

Los centros comerciales son, hoy día, el punto de referencia preferencial del ocio de las clases populares. Desde mi punto de vista, esto se debe a tres factores principales: El primero sería el hecho de que la vuelta de las clases medias a los centros urbanos ha venido acompañada de la expulsión de las clases populares hacía la periferia, esto es, han sido expulsados por la gentrificación; La segunda estaría relacionada con el tipo de ciudad que se ha constituido en el entramado urbano de los centros urbanos, centrados en el turismo, el simbolismo elitista y el consumo suntuoso y banal; Y, en tercer lugar, porque las políticas de control social aplicadas sobre las periferias han eliminado las ancestrales prácticas desmercantilizadas, y centradas en el uso intensivo de las calles y plazas, de las clases populares, que se han visto propulsadas hacia los centros comerciales como esfera esencial de su consumo; un consumo que, además, es visto como revestido de un capital simbólico abandonado por las clases medias.

Fue el sociólogo americano Ervin Goffman el que planteó, en su obra Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales (1961), el concepto de institución total, como aquel ‘lugar de residencia o trabajo, donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente’. Aunque Goffman planteó inicialmente que ese tipo de sitios se limitaba a las instituciones de salud mental, los hospitales o las cárceles, con posterioridad se ha demostrado que su propuesta teórica es también aplicable a los centros comerciales. Sustituimos ‘lugar de residencia o trabajo’ por ‘espacio de consumo’ y ya lo tendríamos.

Un centro comercial es una institución total donde cada uno de los aspectos del mismo está pensado y organizado para promover el consumo y la alienación. Como herramienta de control social es mucho más efectiva que la imposición de multas o el acoso policial. Es por ello que cualquier política que se pretenda emancipadora ha de pasar, siempre, quizás no por la eliminación de los centros comerciales, pero sí por la búsqueda de alternativas de ocio y tiempo libre desmercantilizadas, colectivas y desalienantes.

Una antropología útil de los centros comerciales, por tanto, debe incidir en el análisis de este tipo de espacios pero, además, ser capaz de proponer futuras opciones que promuevan el bienestar social y la organización popular como base política de cambio y transformación.

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