A diferencia del fenómeno político, el meteorológico tiene una sencilla explicación. Un aire frío, a gran altura, se independiza de la circulación general de la atmósfera y puede quedar estancado unos días en la misma situación. Si coincide con un fuerte anticiclón en Europa central, que actúa como tapón y envía vientos muy húmedos del Mediterráneo, el choque del aire caliente con el frío provoca fuertes precipitaciones, que pueden reactivarse en un frente de tormentas. Si además hay una configuración orográfica del terreno favorable a las descargas de agua, tenemos todos los elementos para un fenómeno extremo. Es un modelo de fácil predicción a escala regional, aunque es imposible por ahora determinar con precisión en qué punto descargará. De hecho, AEMET avisó con tiempo y antes de las ocho de la mañana de aquel fatídico martes emitió una alerta roja.

No pienso entrar a discutir cómo ha actuado cada uno a partir de ese momento; habrá tiempo cuando la gente que ahora sufre pueda recuperar, aunque sea en parte, una normalidad. Me centraré en dos cuestiones: primero, averiguar qué tiene que ver el cambio climático en todo esto y, segundo, cómo debemos adaptarnos a la nueva situación.

Las DANA no son nuevas (antes se les llamaba “gotas frías”). Lo que ha cambiado ahora es su frecuencia (las potentes ocurrían cada 20 años aproximadamente y ahora han pasado solo dos desde la anterior) y su intensidad (registros de más de 500 litros por metro cuadrado en pocas horas no se conocían en la zona). ¿Esto puede ser consecuencia del cambio climático? Claramente, sí: las aguas del Mediterráneo estaban a finales de octubre unos dos grados centígrados por encima de la media, y eso es mucha energía, teniendo en cuenta el gran volumen de agua. Toda esta energía, llevada por los vientos de levante a la gota fría, convirtió las precipitaciones en un fenómeno extremo, que ha producido cientos de muertes y unas pérdidas materiales que aún están por calcular.

El cambio climático no vendrá; ya está aquí. La temperatura de la Tierra está a punto de alcanzar un aumento de 1,5 °C en relación con el año base, límite que el Acuerdo de París (2015) señala como peligroso. Es muy sencillo demostrar que las aguas del mar están más calientes que nunca; numerosas observaciones y trabajos científicos lo evidencian. Y mientras esta situación persista (más calor significa más energía), siempre que tengamos una DANA alimentada por vientos de levante, se podrá repetir la desgracia que hemos vivido, cada vez más a menudo y con mayor intensidad.

¿Y qué se puede hacer? Ya que no hemos sido capaces de detener el cambio climático, no nos queda más camino que la adaptación. Pongo un ejemplo: el 14 de octubre de 1957, una gota fría (ahora DANA) provocó precipitaciones de 300 litros por metro cuadrado que desbordaron el río Túria y las inundaciones causaron más de 300 muertes (81, según datos oficiales franquistas). ¿Y por qué ahora, con más agua caída, no ha pasado nada en la ciudad de Valencia, en la ribera izquierda del río? Simplemente porque se realizó una gran obra de ingeniería, desviando el río a lo largo de once kilómetros, con capacidad para grandes avenidas y muros de canalización.

En cambio, no se ha realizado ninguna obra hidráulica significativa en la ribera derecha del Túria, donde ha ocurrido toda la desgracia, con ríos y torrentes que han recuperado por unas horas su cauce habitual, a pesar de que un urbanismo erróneo ha situado barrios, infraestructuras y equipamientos en sus lechos.

El agua ha reclamado lo que es suyo y se ha llevado bienes y vidas (lo más irrecuperable) con su fuerza destructora.

Ahora toca reconstruir vías de tren, puentes, carreteras y autopistas, así como toda clase de equipamientos. Conviene hacerlo pronto porque son indispensables para nuestro modelo de vida. Pero, ¿dónde se hará todo? ¿Dónde estaba antes del fatídico martes? Para mí es evidente que si lo dejamos todo como estaba, cuando venga una próxima DANA (que vendrá), si descarga en el mismo lugar, todo se repetirá de nuevo. Las urgencias no deben impedir rehacer las cosas con más sentido, en lugar de seguir con un urbanismo erróneo, cuando la naturaleza nos ha demostrado nuestros errores.

La disyuntiva es clara: si nuestros políticos creen de verdad en el cambio climático, deben actuar en consecuencia e invertir en adaptación. Ya sé que es más espectacular inaugurar unos kilómetros más de AVE que canalizar ríos y torrentes por si se repite el fenómeno, aunque esta obra pueda parecer inútil durante muchos años. Pero cuando sea necesaria, salvará bienes y vidas (como ha ocurrido en la ciudad de Valencia con la nueva cuenca del Túria).

Lo que algunos llaman, erróneamente, “transición ecológica”, es algo más que sembrar todo el país de molinos y placas solares.

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1 comentari

  1. Ma. Antònia Grífols on

    De acuerdo. Nos llenamos la boca sobre el cambio climàtico pero no
    tomamos conciencía de sus efectos. Se sigue construyebdo en zonas innundables sea al lado de rios o torrentes o cerca de la playa en el litoral lo que repercute negativamente en el paisaje y pone en riesgo estas zonas de un previsible aumento del nivel del mar. Es necesario que a nivel particular y sobretodo los gobiernos exijan el cumpliento de las normaa en las nuevas construcciines y no se imponga la especulación del “todo vale”. Y luego a lamentarnos