A pocos días de que se celebren elecciones presidenciales en los EEUU, sería muy socorrido aquello de que nos hemos encontrado con una carrera a la Casa Blanca muy accidentada y llena de polémica, pero no deja de ser cierto.
Efectivamente, el mandato de Joe Biden, que concluirá a final de año, comenzó ya de forma convulsa con el asalto al Capitolio por parte de grupúsculos que no aceptaban la derrota en las urnas de Donald Trump y que, por lo tanto, consideraban ilegítimo el gobierno demócrata que justo arrancaba.
En cierta medida, la legislatura única de Biden nació torcida y esto ha hecho que la política norteamericana de estos cuatro años haya avanzado a trompicones. Joe Biden ganó, principalmente, por no ser Trump. En 2020, el candidato demócrata ganó las elecciones a un Trump desgastado por una gestión de la pandemia de Coronavirus que rozaba el negacionismo y que empañó ya no solo sus relativos éxitos económicos sino, incluso, sus taras y defectos de inicio: ni el muro que supuestamente iba a construir, ni la guerra comercial con China, ni sus frecuentes declaraciones desatinadas y pasadas de tono… Nada de eso fue tan determinante, aunque siempre estuvo presente, como la avalancha que ocasionó el SARS-CoV-2.
Así las cosas, el compromiso demócrata de 2020 era volver a la senda del establishment, tan denostado por el trumpismo. Después de vivir el frenesí caótico de la trumpmanía, en el seno del partido azul seguramente pensaron que la estabilidad, lo predecible, la política de grises, ponderada y siempre moderada, iba a ser otra vez valorada, por aburrida que pudiera ser.
En todo caso, habida cuenta de la edad que Joe Biden alcanzaría al final del mandato (82 años), así como de los problemas judiciales y el desgaste político de un Donald Trump que tampoco sería ya ningún jovenzuelo, las apuestas estimaban que la legislatura 2020-2024 sería una suerte de período de transición hacia nuevos liderazgos en los dos principales partidos de EEUU. No obstante, esto no ha sido así. Cuando menos, no del todo.
A pesar de todos los obstáculos y dificultades, Trump consiguió finalmente, contra todo pronóstico, revalidar su candidatura a las presidenciales. Ni Stormy Daniels, ni el capitolio, ni haber perdido unas elecciones después de una presidencia convulsa. Nada iba a frenar a Trump. Hasta tal punto esto ha sido así que no solo ha revalidado su candidatura, sino que el candidato republicano ha conseguido lo que no consiguió en su momento en 2016: ahora ya no es un outsider del partido sino que es, en cierta medida, la quintaesencia de los republicanos.
Por su parte, y como suele ser costumbre, el presidente en ejercicio, Joe Biden, también pensaba en llegar a las presidenciales. A pesar de su edad, el candidato consideraba que su legitimidad estaba intacta y, por lo tanto, tenía derecho a intentarlo de nuevo. Este argumento sigue las costumbres y usos de EEUU. Pero todo empezó a desmoronarse por un detalle: conforme iba avanzando la legislatura, el deterioro cognitivo de Biden comenzó a hacerse cada vez más evidente y notorio, con frecuentes lapsus y signos de desorientación.
La decadencia del presidente llegó a su punto culminante en verano de 2024, cuando se celebró el único debate televisivo de este ciclo electoral entre Trump y él. En este evento, Biden parecía estar totalmente desubicado, fuera de sí y sin capacidad para poder contrarrestar a un candidato republicano que ni tan siquiera tuvo que ser tan agresivo como de costumbre: el rival ya se cayó al suelo antes de que él lo tocara.
Ante el escaso margen de maniobra por falta de tiempo, el partido demócrata se vio ante la tesitura de tener que presionar para cambiar de candidato a última hora, pero sin tiempo para convocar primarias. Así que recurrieron a lo que se podía hacer: Biden se apartó y designó a dedo a su sucesora en la carrera, la vicepresidenta Kamala Harris. La designación más sencilla. Tal vez la única factible. Pero, también, la que permitía seguir sin remover las aguas.
En todo caso, la designación de Harris significó una sacudida en la carrera electoral ante un panorama en el que la victoria apabullante de Trump casi que se daba por descontada. Así, el candidato republicano tuvo que volver a sus orígenes, intensificar su estrategia, morder más y acabó en el debate televisivo con Harris diciendo que en Springfield los inmigrantes se están comiendo a los gatos y a los perros de las personas que viven allí (esto es: brutalización no demasiado velada de las poblaciones migrantes). A todo esto, de entre medias hubo uno (¿o dos?) intentos de asesinato que no achicaron lo más mínimo a Donald Trump.
En esta última etapa del ciclo electoral, Elon Musk se ha metido de lleno en la campaña con, cuando menos, polémicos sorteos en Pensilvania (¿alguien dijo caciquismo?), mientras que Kamala Harris ha reiterado su apoyo incondicional a Israel, siendo este uno de esos pocos puntos en los que no se diferencia en nada con el candidato republicano. Para todo lo demás, parece clara la estrategia electoral de Harris: no mojarse mucho y jugárselo todo a no ser Donald Trump.
Así las cosas, llegan las elecciones y nos encontramos con que vuelve a haber un enfrentamiento entre el establishment y el trumpismo (aunque es apenas una ilusión pensar en que el trumpismo está tan alejado de dicho establishment). Algunos cromos distintos pero un panorama bastante parecido al de 2020.
Al fin y al cabo, la carrera a la Casa Blanca tiende a depurar a cualquier candidatura realmente disruptiva (ni un Bernie Sanders, oye) y, al final, nos encontramos cada cuatro años ante una tesitura que no parece sino la de la elección del mal menor, un juego de grises en el que los matices parecen meramente estéticos: estridencia o compostura. Por supuesto, hay algo más que eso en juego. Pero tampoco mucho más, por desgracia.


