El pasado día 24 de octubre, la Sindicatura de Greuges de Barcelona presentó el informe Espai públic i dret a la ciutat: Anàlisi de l’Ordenança de Convivència de Barcelona en el Centre Civic de Drassanes. El documento, que tuve la suerte de coordinar por encargo de la mencionada institución, cuenta con 11 epígrafes y abarca aspectos tan amplios y diversos como el origen y desarrollo de esta normativa; datos sobre su aplicación durante las casi dos décadas que lleva en funcionamiento desde su aprobación, u otras ordenanzas o regulaciones de carácter similar que se aplican en distintas ciudades del conjunto del Estado español o la propia Unión Europea (UE). El resultado son casi 170 páginas de análisis, algunos de cuyos elementos más destacados merecerían ser tratados con cierta atención.
Desde el comienzo de su diseño y elaboración, en 2005, la Ordenanza de Convivencia, que ha pasado a ser popularmente conocida como Ordenanza Cívica, ya que se centra mucho más en imponer un cierto tipo de comportamiento, aquel que podríamos decir que se encuentra imbuido por supuestos valores de civismo y civilidad, que por garantizar la convivencia de usos amplios y alternativos del espacio público urbano, fue tachada de estigmatizadora por parte de la, entonces, Síndica Pilar Malla. Ésta, ya señaló que había que diseñar medidas y estrategias destinadas al conjunto de la ciudadanía, no únicamente a determinados y específicos colectivos, los cuales se encontraban entre aquellos que veían sus derechos especialmente vulnerabilizados. Los datos que proyecta el informe indican que, efectivamente, algo de esto ha ocurrido.
Así, durante los diez primeros años de funcionamiento de la Ordenanza, entre 2006 y 2016, el 50% del total de las denuncias emitidas recayeron sobre actividades de venta ambulante, porcentaje que se vio incrementado hasta el 54%, en el periodo inmediatamente posterior, entre los años 2017 y 2021. Algo similar ocurrió con la siguiente infracción más numerosa en términos relativos, la relacionada con el consumo de bebidas alcohólicas en la calle, la cual supuso un 24% del total de las multas remitidas en el primer periodo de tiempo señalado y un 30% del total durante el segundo. Aunque es verdad que, en números absolutos, existió una disminución de las sanciones entre ambos periodos, si consideramos ambas, los porcentajes son evidentes: entre el 74 y el 84% del total de las infracciones se encontraron vinculadas a la venta callejera y el consumo de bebidas alcohólicas. Ahora bien, ¿quién mantiene este tipo de comportamientos? Y, quizás, más importante, ¿por qué se llevaron a cabo?
La venta ambulante penalizada, actividad regulada dentro del marco normativo administrativo general, es precisamente aquella que no puede encajar en éste porque es realizada mayoritariamente por personas migradas en situación administrativa irregular que no encuentran otra posibilidad para ganarse la vida. Se trata de un amplio colectivo que, por su situación en relación a la Ley de Extranjería, se ha visto excluido del mercado laboral, lo que lo abocó a la economía informal como única forma de subsistencia. De esta forma, no tenemos una actividad sancionada con una Ordenanza de Convivencia debida a aspectos relacionados con el civismo, la urbanidad o la civilidad, sino que, debido a causas estructurales relacionadas con las formas en las que el Estado español y la UE gestionan los flujos migratorios generados por décadas de desarrollo desigual, incrementamos la persecución sobre los colectivos que la desarrollan.
Nos encontramos ante un caso similar cuando nos referimos a la segunda de las tipologías de sanción más frecuente, la relacionada con el consumo de bebidas alcohólicas. El fomento y promoción de un tipo de ocio mercantilizado, vinculado a la noche y al alcohol, ha conducido a la búsqueda de alternativas más asequibles por parte, en mayor número, de la población más joven y con menos recursos. Su persecución, por tanto, podría verse como un intento de, por un lado, reconducir este modo de consumo hacía los establecimientos que hacen negocio con él mientras que, por otro, despeja e higieniza el espacio público con el objetivo que pueda ser consumido por visitantes y turistas. Son precisamente los turistas otro de los grupos objeto de este tipo de sanción. Sin embargo, también son los que mayoritariamente salen indemnes del pago de las multas, ya que las haciendas locales no tienen capacidad de perseguir su cobro una vez estos han vuelto a sus países de origen.
La Ordenanza, en definitiva, persigue educar en unos valores, representativos de grupos sociales específicos de la ciudad, que apuestan por una regulación de tipo punitivo que sitúa en primer lugar el civismo por encima de la convivencia, de la alternativa simultánea y coincidente de usos del espacio. Pero que, sobre todo, parece estar dispuesta para atajar la presencia en el espacio público de los colectivos más débiles.


