Can Peguera se ha salvado más de una vez de su inminente destrucción, hasta, como hemos comentado en otras ocasiones, recibir reconocimiento patrimonial, lo que tampoco es un gran consuelo para sus habitantes, lastrados por la endémica pobreza de este barrio tan único y especial, brillante por resistir a un sinfín de problemas, resueltos con el mero afán humano de sobrevivir.

El hecho de escribir sobre barrios causa una paulatina familiaridad mientras voy frecuentándolos, aumentándose mis sensaciones y conocimientos. En este hay demasiadas metáforas y estímulos, pequeños misterios y detalles a resolver entre mareas de anonimato.

Uno de ellos sólo podía solucionarse mediante planos. Una inmensísima mayoría de las casas del polígono son idénticas. Un insignificante tanto por ciento se construyó después de los orígenes, según el catastro en 1954, casi una guinda al lado de la frontera con Fabra i Puig en la plaça de Sant Francesc Xavier, cuyo nombre recibe por la homónima iglesia, la misma que durante los años republicanos fue casa del pueblo, mientras hoy en día reluce por su perpetua clausura, vetada tanto a laicos como a católicos, pues lo normal sería verla abierta en un horario decente.

Can Peguera desde la esquina de Vila-seca cono Matamala | Jordi Corominas

El templo es pequeño y en mi imaginación es un una imitación en miniatura de alguno mexicano en una de las zonas más tranquilas de esta barriada silenciosa y libre, un adjetivo complicado de introducir en cualquier texto, más aún en este dedicado a un lugar controlado al ser sus habitantes apestados durante decenios, tanto que en los periódicos su nombre no aparece impreso hasta 1988 para, al fin, superar el estigma de ser las casas baratas de Horta.

El cambio de nombre está vinculado a una operación fundamental y fallida, si bien este no es el espacio para analizarla en profundidad. Hablo de la división administrativa de 1984, la misma que terminó por dar carta de identidad a esos Nou Barris que pasaron a ser trece por exigencias topográficas y del guión de su inmensidad. Gobernarlos juntos es un despropósito, pero los Ayuntamientos Democráticos jamás se han caracterizado por ser muy coherentes en la organización administrativa de la capital catalana. Los Distritos les van muy bien para agrupar, sin dar muchas vueltas a cómo unidades más reducidas, los barrios, tienen un tipo de cohesión diferente que no puede cambiarse por capricho.

En este sentido, el caso de Can Peguera es de lo más anómalos. Es de Nou Barris, pero más bien sería su puerta desde el Turó de la Peira, también en el Distrito e integrado de manera demencial con Vilapicina, algo propugnado por el ínclito Josep María Huertas-Clavería, quien podía amar mucho los márgenes sin saber leerlos de verdad a tenor de las divisiones efectuadas, refrendadas durante décadas por pura pereza y nula voluntad de transformación.

Can Peguera desde la calle Rocabruna | Jordi Corominas

En Nou Barris lo más sensato sería trocear su extensión en varias partes para gobernarlas con más acierto y menos dispersión. Ciutat Meridiana, Vallbona i Torre Baró no tenen nada que ver con Vilapicina, así como Canyelles y la Prospe son antípodas en el mismo Planeta. Can Peguera es una excepción que se emparejaría con el Turó de la Peira al ser los guardianes de esa colina y estar a partir un piñón desde su paradigmática miseria económica. Sería una alianza más por necesidad que por gusto, no en vano, para hacerse una idea, nuestra protagonista carece de negocios propios.

¿Cómo harían durante los anteriores decenios de ostracismo? Como no tenían servicio, es sencillo imaginar a algunos de sus habitantes ejerciéndolo en otros lares, buscándose las castañas allende su limes, quizá en Pedralbes o la Font d’en Fargues, barrios asimismo carentes de tiendas y con muchos más posibles en sus ricas pendientes.

Una fachada de la calle Vila-seca | Jordi Corominas

En los años 70 aún acudía el camión de abastos y en 2024 el mutismo matinal no abruma al ser comprensión de aislamiento. Aquí se vive calle, pero no desde el tópico del periodista de local o los frikazos de Twitter que caminan poco por los márgenes. Muchos de los vecinos habrán salido a trabajar y algunos otros, la mayoría jubilados, pasan las horas junto a sus puertas, sentados en la tranquilidad de la mañana, sin miedo a ser multados por aposentarse en una silla al aire libre, ajenos al temor porque por aquí, salvo servidor y cuatro gatos, no pasa ningún foráneo, a lo sumo los de BCNeta, muy aficionados a barrer las hojas del parque y en plantar vegetación muy de uvas a brevas, como el pasado domingo, casi un milagro en comparación con su habitual desidia al embellecer.

Escaleras de acceso a las dos partes del barrio | Jordi Corominas

En Can Peguera hay unas transiciones entre las hileras de fincas que merecían denominarse plazas, no tanto por los escasos equipamientos municipales, sino porque estos surgieron al ocupar los residentes estos espacios como rectángulos para comunicarse y hacer suyo el rincón, impecable en su planteamiento y nada uniforme, pese a las apariencias, desde matices orográficos.

La democracia de sus calles y casas se exprime por lo blanco de las fachadas, de ahí la importancia de las ventanas para violar esta legislación cromática y volar con la belleza de tonos con fuerza singular. La semejanza asimismo se quiebra con una espectacular minucia. Los creadores de Can Peguera quisieron sortear los problemas de erigirla en el debut de una colina. No hay una calle mayor. Este papel podría jugarlo Vila-Seca, fundamental hasta su conclusión que inaugura el barrio del Turó de la Peira en Aneto y reveladora porque en cada una de sus esquinas tiene limbos hacia Ribelles, separada del resto de sus compañeras al hallarse en un punto más elevado, de ahí las escaleras y otros ingenios para alcanzarlo y completar el laberinto, único. Sus habitantes, huelga decirlo, lo saben y no necesitan que nadie les cante loas hipócritas. Ser especial comporta una responsabilidad, sobre todo para Colau o Collboni. Ella por llenarse la boca con reducir la pobreza sin mutar ni un ápice las desigualdades desde su incapacidad para evitar la huida de ciudadanos lejos de su patria chica: Él al privilegiar los grandes acontecimientos sin mirar jamás a los barrios excepto por un populismo cutre, el de Mortadelo y Filemón o poner el nombre de Manolo Vital, el del 47, a una estación de bus, un mobiliario urbano que no suele bautizarse, de ahí la estupidez del gesto, propia de alguien sin mucha cultura de las luchas vecinales, consistentes en crear comunidad sin héroes individuales made in Hollywood..

Vista de Can Peguera | Jordi Corominas
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1 comentari

  1. Está de moda hablar de Can Peguera? pues no somos monos de circo ( con perdón de los monos ), dejadnos en paz..
    en pedralbes seguro que también hay ” apestados “…

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