Como comentaba en un anterior artículo, hay un peligro que no se debe desdeñar cuando se nos invita a posponer o suspender el análisis político de un desastre como el acontecido en Valencia unas semanas atrás. El riesgo, insisto, es que se diluyan responsabilidades en medio de eslóganes que predican que “no es el momento de hacer política”.

En esta línea, hay algunos lemas que aún resultan muy sugerentes, nos interpelan mucho, son más potentes y, por ello mismo, sus riesgos están más imbricados y resultan más difíciles de desgranar. La máxima expresión de este fenómeno ha sido en este caso, por supuesto, “només el poble salva al poble”. No obstante, lejos de ser un predicamento hueco, dicho lema tiene su miga. Veámoslo paso a paso.

En principio, la expresión nos interpela y nos gratifica, pues nos remite a una noción de comunidad que, aunque vaga, conformamos de manera sencilla en nuestra mente: las personas ayudándose entre sí, siempre podrás contar con tu vecino, la empatía y la humanidad prevalecen ante el caos y el desastre, etc. Esta dimensión cooperativa sale a relucir como contraposición a la decepción para con una clase política inoperante, torpe, corrupta, lenta y, en definitiva, lastrante. En este sentido, la confianza en el prójimo, por así decirlo, no nace tanto de una buena concepción previa sobre él, sino del contraste entre la reacción del voluntarioso vecino (o conciudadano) y la de la susodicha clase política.

Sin embargo, hay una dimensión oculta en el socorrido lema de “només el poble salva al poble”, un registro que queda eclipsado por la potencia de la tensión entre la decepción política y el alivio ciudadano. Para vislumbrar dicha dimensión, nos debemos preguntar en primer lugar, ¿quién es el pueblo? Es decir, qué estamos entendiendo por pueblo cuando decimos “només el poble salva el poble”. La primera respuesta suele ser, a bote pronto: la gente. Sí, la ciudadanía… ¿Pero que une a esta gente? Más allá de los lazos familiares o de amistad, lo que suele unir a la ciudadanía son aquellos lazos que, en mayor o menor medida, están mediados por la institucionalidad del Estado: vecinos, conciudadanos, etc. Por supuesto, podemos apelar a los derechos humanos, a una conciencia y empatía global ante el drama pues, en líneas generales, no tendemos a ser totalmente insensibles al sufrimiento ajeno. Pero esto no va en detrimento de que si de alguna manera contraponemos la ciudadanía a la clase política es porque reconocemos a nuestros desamparados conciudadanos en la medida en la que reconocemos la red de la que formamos parte. El poble es, por lo tanto, en nuestro contexto, una referencia al sujeto político que conforma la ciudadanía de un Estado.

Esta digresión sobre quién es el pueblo no es baladí. Pues si el poble es la ciudadanía que conforma el Estado, “només el poble salva al poble” viene a significar que el Estado se ha escindido de dicha ciudadanía y, por lo tanto, que el poble se ha quedado solo.

A tenor de la desesperación por la magnitud de la tragedia y los múltiples errores o torpezas en la gestión de la misma (y, sobre todo, en su previsión), la sensación de desamparo es plenamente comprensible. No obstante, la reverberación del mensaje no pasa tanto por esta indignación como por el interés de generar una niebla de confusión. La tesis es sencilla: si “només el poble salva el poble”, si la decepción para con la clase política es máxima, dirimir las responsabilidades de cada uno en particular o distinguir entre mejores y peores actuaciones pasa a segundo término, pues todos son culpables.

A lo sumo, y con bastante esfuerzo, se diferenciará entre las responsabilidades de PSOE y PP que, dicho sea de paso, no pueden ser nunca equiparables desde el momento en el que quién subestima la necesidad de reportar la alerta a la ciudadanía es el gobierno de Mazón (y la lentitud posterior en la gestión también se correlaciona con este punto de partida, de forma inexorable).

Sin embargo, hay otros asuntos que difícilmente saldrán a la luz mientras nos parapetemos en el mencionado lema: no se debería construir en determinadas zonas inundables, se debe actuar ante previsibles desbordamientos futuros del barranco del poyo, debemos plantearnos nuestra relación con el territorio y, en un sentido más amplio, con nuestro ecosistema cambiante, etc.

Se puede estar tentado a decir que, en realidad, nada tienen que ver con el poble estos asuntos, ya que los políticos hacen y deshacen a su antojo, contraviniendo muchas veces la voluntad popular. Y esto es cierto. De hecho, sería no solo socorrido sino reduccionista apelar a nuestra capacidad de voto para cambiar las cosas: muchas veces no es suficiente. Pero cuando aislamos el poble de la red estatal de la que forma parte (pues ya por nacimiento nos hemos visto abocados a ello, queramos o no), por muy comprensible que sea el hartazgo, en vez de repudiar al engranaje estatal y a la clase política dirigente, no hacemos sino exonerarla de sus responsabilidades, habida cuenta de que sabemos que persistirá en su existencia y, por lo tanto, en su engaño y decepción constante. No, el problema no es que estamos ante un Estado fallido, sino que el Estado ha fallado en su actuación a todos los niveles de tiempo y gestión, y es su deber solucionarlo. Cabe recordárselo y exigírselo. No convirtamos “només el poble salva el poble” en una justificación del status quo en la que asumimos que las cosas son así y ya está: así es como la ideología opera, haciendo que asumamos como natural y necesario aquello que no es sino histórico y contingente.

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