A menudo tendemos a pensar que la tecnología que nos rodea “va sola”. La algoritmización de nuestras sociedades, la presencia creciente y pujante de la inteligencia artificial, la robotización de la mano de obra, etc. Todos estos fenómenos parecen no solo automatizados, sino que simulan neutralidad (cuando no cierta infalibilidad) al supuestamente prescindir de la decisión humana. Pero, ¿realmente prescinden del factor humano? ¿No son estas tecnologías extensiones nuestras que apresan y expanden nuestros sesgos?

En su último ensayo, La viralidad del mal: Quién ha roto Internet, a quién beneficia y cómo vamos a arreglarlo, Proyecto Una nos ofrece una radiografía de la situación actual de Internet, como vector tecnológico preponderante de nuestro tiempo, atendiendo al progresivo y acelerado proceso de privatización experimentado por dicha tecnología, algo que ha provocado un viraje enorme en su concepción: desde los tiempos de las promesas utópicas al actual ciberpesimismo. ¿Qué ha sucedido en apenas tres décadas para que el panorama sea tan distinto?

En cualquier caso, y siguiendo la estela de pensadoras como Donna Haraway, se debería ser cauto a la hora de demonizar la tecnología per se. Las promesas sobre lo que podría ser Internet tenían su fundamento en las posibilidades de la tecnología y, de hecho, durante algún tiempo esos objetivos parecían estar en vías de cumplirse (la era de los chats primigenios, de los primeros correos electrónicos, de las webs personales, etc,). Si Internet se ha ido vallando hasta reducirse la experiencia de la mayoría a un corral que gestionan unas pocas empresas de Silicon Valley no es porque Internet no pueda ser otra cosa, sino porque las características del régimen económico y productivo capitalista-neoliberal fomentan la privatización in crescendo de todo.

La privatización y oligopolización de Internet presenta grandes problemas. Más allá de la preferencia que se pueda tener por cualquier otro sistema de gestión, el hecho incontestable es que la ansiada libertad a tantos niveles (información, asociación, etc.) que prometía la Red de Redes parece hoy ya totalmente viciada. Esto es así porque la maximización de ganancias es el criterio primordial de los agentes que sostienen casi todo el tráfico en línea, muchas veces en detrimento de la veracidad de la información o de la gestión responsable de las comunidades de intereses. Así, los bulos tienen vía libre y rápida para su propagación, igual que los discursos de odio, pues las cámaras de eco proliferan y fagocitan dinámicas perversas de retroalimentación, mientras que el morbo de la discusión y de la violencia crean un gran engagement, preferible para las Big Tech a cualquier verdad sosegada pero tremendamente aburrida a nivel de replicación y viralidad.

No obstante, el potencial de Internet para ser una herramienta liberadora sigue ahí. De hecho, los protocolos (infraestructura) sobre los que se sostiene siguen siendo públicos, invisibilizados por el uso intensivo y acaparador de unas pocas compañías que, de todos modos, no son propiamente Internet. Es decir, Internet puede ser de otro, igual que no solo es posible pensar en Redes Sociales diferentes sino que ya existen (aunque con mucho menos predicamento por el momento, ciertamente).

Por lo tanto, en La viralidad del mal, se observa un crudo diagnóstico de la situación actual de Internet, de cómo se ha llegado hasta aquí, pero también de las opciones que se nos abren para aflojar las garras de unos agentes que se hacen pasar por Internet pero que apenas son parte de su superficie. Más allá de la propagación de la conspiranoia, de las amenazas, de las diferentes confrontaciones y discursos de odio, hay Internet. Y no, a pesar de que el control de las nuevas tecnologías sea cada vez más abarcante y parezca algo totalmente ineludible, los algoritmos realmente no son prestidigitadores de nuestra voluntad, ni mucho menos adivinos. Las empresas detrás de la popularización de las nuevas tecnologías (las ya mencionadas Big Tech) son muy buenas aparentando, como decía al principio, que la tecnología va o irá muy pronto “sola”, pero la realidad dista mucho de ser así. Detrás de los modelos de IA hay mucha intervención humana, detrás de los algoritmos hay vacíos, y detrás de Internet hay un sinfín de posibilidades que van e irán más allá de Meta, Apple, Microsoft, Open AI o Google, por mencionar algunas de las principales compañías. Ese es el viaje de exploración que nos propone Proyecto Una para dar término a La viralidad del mal en la que se ha convertido Internet.

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