El monstruo creció en libertad, bien alimentado y dejando que se desfogue para que se sienta bien y no constreñido. Nos sentimos dichosos de amamantarlo sin que sufriera daños y orgullosos de dejarlo crecer a pesar de dar muestras de querer confrontar continuamente con todos los demás. Sus pataletas cada vez se volvían más agresivas, altivas y desafiantes, parecía volverse peligroso pero nos convencimos de que eso no podía ser, que ese peligro no era real, ¿cómo iba a engendrar la sacrosanta libertad algo malo?
¿Qué es lo que hace que se desate un brote de violencia extensiva? ¿Una injusticia? ¿Un crimen? ¿Realmente nos podemos permitir tanta ingenuidad? Lo que se ha vivido en Torre Pacheco desde el pasado 9 de julio no es algo nuevo. En los últimos años ha habido episodios similares en países como Alemania y Reino Unido. El manual es sencillo: ante la constatación del incremento de la población extranjera (o de la que es percibida como tal, incluso aún cuando sea de segunda generación) se establece una asociación con el (supuesto) incremento de la inseguridad y la delincuencia en determinados lugares; la insistencia en susodicha asociación predispone a mucha gente a estar ojo avizor con todo lo que sucede a su alrededor. El siguiente paso es que cualquier acto criminal y/o cruel es imputado directamente en su responsabilidad a un extranjero. Si la agresión no es cometida por nadie de ese colectivo, la viralidad ultraderechista se diluye rápidamente pero sin ningún tipo de arrepentimiento o rectificación. Si la agresión es cometida por el responsable deseado, la mecha prende, y el potencial de desatar una ola de violencia en las calles se dispara.
Ante este modus operandi, hay quién podría decir que los casos en los que la población migrante no es responsable de lo que se le acusa deberían servir para debilitar la coartada xenófoba y racista. No obstante, parece suceder lo contrario. La perpetua acusación sirve para ensanchar la sombra de la sospecha, para generar suspicacias y expectación ante el próximo movimiento. De este modo, se compran todos los boletos de una rifa. Tarde o temprano, alguna de estas agresiones tendrá como responsable a nuestro culpable arquetípico, apenas se trata de esperar a que llegue el momento indicado. Y así ha sucedido con Torre Pacheco, donde un hombre de 68 años ha sido brutalmente agredido a manos de un grupo de chicos magrebíes. Este suceso era el que necesitaban para desatar la ira que se había ido gestando sospecha tras sospecha.
Así se construye un fetiche. Un objeto, grupo o colectivo que se va saturando de capas de significado que capturan el malestar social para no tener que cambiar nada: no nos compliquemos la vida, cambiar nuestro modelo socio-productivo o desgranar los detalles que nos encaminan a vislumbrar las verdaderas responsabilidades de lo que sucede es algo muy tedioso y complejo, mejor vayamos a lo que tengamos más a mano. Sí, en este caso la persona migrante. Podría ser también el colectivo LGTBIQ+, las feministas (o, directamente, las mujeres), el disidente político (sobre todo, el zurdo), etc. La premisa es clara: si no fuera por tal o por cual, nuestra convivencia sería idílica como antaño… ¿Pero alguna vez existió ese pasado añorado?
El fetichismo fascista es verdaderamente problemático. Lo es, en primer lugar, porque no confronta los problemas, sino que los esquiva dirigiendo el odio hacia un chivo expiatorio. También lo es porque, derivado de esta fijación obsesiva, el fetichizado debe mostrar un comportamiento impoluto en todas sus manifestaciones y en todas las personas que lo integran. Cualquier excepción reforzará automáticamente el odio acusatorio. Es decir, la exigencia ética es totalmente inasumible.
Sobre la mencionada exigencia, un apunte que puede ser muy ilustrativo. En todas las noticias sobre Torre Pacheco un comentario se repite en las diferentes redes sociales: nada de esto habría pasado si no se hubiera agredido a ese hombre de 68 años por parte de un grupo de magrebíes. La idea es que, de alguna forma, la ola reaccionaria sería solo el efecto o la consecuencia de una acción concreta. Esto es, la paliza a ese hombre. Pero veamos algo con detenimiento; la violencia no se dirige hacia el agresor como venganza o frustración ante un crimen. No. La violencia se dirige a todo el colectivo, es decir, al fetiche en sí mismo del migrante magrebí. Todos son sospechosos, cuando no culpables, en la medida en la que son percibidos como parte de ese cuerpo social nocivo. Así funciona el fascismo, sí. Y lo más peligroso es que, habida cuenta de que es virtualmente imposible que no existan comportamientos incívicos o criminales por parte de algún integrante de todo colectivo numeroso, la condena deviene sencilla.
Hay quién ha sentido cierto alivio porque las últimas manifestaciones racistas en Torre Pacheco hayan “pinchado”, parece que el episodio se está desinflamando rápidamente. Por supuesto, este capítulo durará poco. Pero no es eso lo que más debería preocuparnos, si no el hecho de que no solo pueda haber más, sino que cada vez la arenga sea mayor. No había pasado ni una semana desde la “sugerencia” de deportación masiva que se hizo por parte de una portavoz de Vox a los incidentes de Torre Pacheco.
Pedir no ser equidistante ante esta situación se antoja como insuficiente, es el momento de la desfetichización, de afrontar el malestar social sin subterfugios cobardes.


Catalunya Plural, 2024 