¿En qué consiste la catalanidad? Las culturas, comunidades o naciones que no están correspondidas con un Estado-Nación han tenido siempre el hándicap de tener que ir más allá del sustrato legal-documental para explicar su diferencia. El idioma suele ser el mejor eje vertebrador para defender estos casos aunque no siempre es estrictamente necesario: una historia, costumbres, gastronomía o ritos comunes pueden ser más que suficientes para hablar de una identidad nacional/sociopolítica común y diferenciada del resto.
No obstante, si bien el idioma, la historia o las costumbres pueden definir una determinada identidad, no se debe olvidar algo crucial. Todos estos aspectos están en continuo movimiento, se van transformando con el tiempo. Y esto es así porque, al fin y al cabo, todas estas variables tienen detrás a personas que interactúan con este concepto identitario en una retroalimentación constante. Es decir, la identidad no es estanca, mal que les pueda pesar a muchos a veces…
Así, retomando la pregunta inicial, ¿en qué consiste la catalanidad? Desde luego, el idioma catalán será un factor clave para entender dicha catalanidad. Así como algunos otros aspectos. No obstante, ¿hace falta que me guste el pa amb tomaquet o que defienda su excelencia culinaria para ser catalán? ¿O quizás baste con que sepa que es un icono culinario de la gastronomía catalana para aprehender la catalanidad? ¿Y con las sardanas? ¿Y la Sagrada Familia? ¿Hasta qué punto me debo involucrar con los tótems comúnmente aceptados de la catalanidad para ser catalán?
Habrá quién dirá que estoy complicando mucho las cosas. Al fin y al cabo, aún sin Estado, Cataluña tiene una acotación geográfica determinada, basta con nacer en el territorio para ser catalán, independientemente de cualquier otra variable. Pero, ¿es esto así?
Por un lado, la emergencia, cada vez más omnipresente, de los discursos xenófobos de ultraderecha tratan de inocular la sospecha ante los nacidos aquí pero que proceden de familias migrantes (los ásperamente denominados como migrantes de “segunda generación”, como si la condición migrante quedara marcada a fuego). En este sentido, la acotación al ámbito geográfico no parece suficiente si el color de la piel, la religión o, de forma mucho más general e imprecisa, las “costumbres” no corresponden con la expectativa de lo que significa ser catalán (huelga decir, desgraciadamente, que esto vale igual para casi cualquier identidad nacional).
De este modo, se observa que la tentación identitaria tiende al esencialismo. Como si los conceptos fueran previos a las personas que los contienen, como si fueran ellas las que se deberían adaptar a un ideal de catalanidad para ser reconocidas y aceptadas. ¿Pero en qué aspectos se concreta este ideal? ¿Desde cuántas generaciones hace falta ser catalán? ¿Se puede ser catalán pero no católico culturalmente? ¿Se puede ser catalán y no apreciar los calçots?
Por otro lado, ¿hace falta nacer en Cataluña para ser catalán? ¿Es más catalán aquél que nació aquí y pasó toda su vida fuera que el que nació en otra parte pero construyó su vida aquí? Ante este dilema identitario, el gran Pepe Rubianes respondía con maestría afirmando que era un actor galaicocatalán: “Galaico porque nací en Galicia, aunque casi nunca he vivido allí, y catalán porque siempre he vivido en Cataluña, aunque nunca nací aquí”.
Por lo tanto, tal vez no me estaba complicando tanto con mi digresión identitaria. Al fin y al cabo, el concepto geográfico se antoja también como incompleto. De hecho contiene una doble perversidad: es un criterio insuficiente para quiénes quieren excluir a los que no consideran propios, así como también es impreciso o ambiguo a la hora de comprender quién queda dentro o fuera para los que no se quieran dejar arrastrar por esa lógica de la sospecha esencialista.
Entonces, si el esencialismo se observa como nítidamente excluyente y la acotación geográfica puede ser ambigua o engañosa, ¿en qué consiste la catalanidad? ¿Acaso sería mejor renunciar a una terminología que solo puede constreñir? A mi modo de ver, no. No solo no hace falta renunciar a las caracterizaciones nacionales o culturales, sino que claramente estas persisten por más razones que las anteriormente descritas. Los conceptos no se anteponen a las personas pero ordenan aspectos y características de la vida de las mismas. Es decir, ser catalán sigue siendo algo. Significa algo. ¿El qué? A bote pronto, estimo que tiene mucho más que ver con un sentimiento de pertenencia que con una identidad fuerte. Si Cataluña sigue siendo un concepto vivo es porque hay sangre que recorre las venas hacia la matriz conceptual para que así sea. La sangre de las personas que se crían, viven, se relacionan, trabajan y, en general, hacen sus vidas en Cataluña. Lo crucial no es donde se nazca, ni los apellidos, la onomástica o la heráldica de tu familia, no. Lo importante en cada momento está en quiénes ponen su energía en forma de vida. ¿Quién puede ser más catalán que aquél que hace que Cataluña sea una actualidad presente y no un objeto de arqueología?
Sí, el “riesgo” es que la identidad mute, pero… ¿Acaso pensabas que las identidades eran estancas? Incluso el ideal esencialista de la catalanidad, como cualquier otra identidad nacional, es una construcción que deriva de muchas transformaciones históricas y sociales (la caída de Roma, diferentes invasiones, etc.). No se debe tener miedo al movimiento, porque este no es una opción: es intrínseco a la vida, también a la vida de las sociedades. El “peligro” del que nos advierten los movimientos xenófobos es que la identidad cambie. Pero si para evitar que esto suceda debemos ignorar, menospreciar o apartar a quiénes ahora le dan vida, ¿qué sentido tiene la fetichización identitaria? En cualquier caso, yo estaré a favor de la vitalidad y no del rigor mortis.


Catalunya Plural, 2024 