El caso de las Fiestas de Horta, en Barcelona, es un buen ejemplo de cómo lo festivo puede transformarse en escaparate. En 2025, entre conciertos y actividades tradicionales, apareció una propuesta inesperada: el lanzamiento de maletas, idea de una tienda local llamada Labossa. La prueba consistía en lanzar un bulto de hasta 15 kilos lo más lejos posible. Una ocurrencia divertida que, sin buscarlo, acabó convirtiéndose en metáfora de algo mucho más serio: el impacto del turismo en la vida de los barrios. A simple vista era un juego. Pero para muchos vecinos la imagen de maletas volando por los aires representaba otra cosa: desplazamientos forzados, presión inmobiliaria, cambios en el uso del espacio público. En definitiva, la sensación de que el barrio se va transformando para gustar a los visitantes, más que para quienes lo habitan a diario.

La palabra turistificación resume bien este fenómeno: es el proceso por el cual casi todas las relaciones sociales de un lugar acaban mediadas por la actividad turística. En ese contexto, lo que antes eran celebraciones colectivas y autotélicas, es decir, como un fin en sí mismas, pasan a tener un doble objetivo: atraer visitantes y generar consumo. Por eso aparecen actividades llamativas, diseñadas para la foto y el titular. La fiesta, más que una expresión de identidad, se convierte en un producto cultural empaquetado para ser consumido. El riesgo es se diluya lo que la hacía auténtica y que los vecinos se sientan cada vez menos protagonistas.

Lo que ocurre en este barrio barcelonés se repite en muchos otros lugares. Las Festes de Gràcia, las Fallas de València, los Sanfermines o incluso la Semana Santa sevillana han vivido un fuerte aumento del turismo en la última década. Esto trae beneficios económicos, claro, pero también genera tensiones: calles saturadas, tradiciones transformadas y vecinos que sienten que celebran más para el visitante que para ellos mismos.

Las fiestas son también un reflejo de la ciudad que las acoge. En Horta, la maleta lanzada resume debates mucho más amplios: gentrificación, subida de alquileres, pérdida de espacios vecinales. No es solo una anécdota festiva; es un recordatorio de que el turismo masivo impacta en la vida diaria de quienes habitan los barrios. Cuando las celebraciones se diseñan pensando en el turista, los vecinos pueden acabar percibiéndolas como algo ajeno. Al mismo tiempo, los visitantes reciben una versión edulcorada de la cultura local, estandarizada, sin los matices que le dan sentido.

No hay que olvidar que las fiestas nunca han sido solo diversión. Históricamente también han servido para protestar, reivindicar y visibilizar injusticias. Siguen siendo un termómetro social: el tipo de actividades programadas, quién participa o cómo reacciona la gente frente a la masificación dice mucho de la salud comunitaria del barrio. El ejemplo de Horta nos recuerda que las fiestas no son inocentes. Reflejan cómo queremos vivir juntos en la ciudad. La turistificación puede traer dinero, pero también arrastrar consigo la autonomía vecinal, generar homogeneización cultural y el debilitar el tejido social.

En tiempos en los que predomina el individualismo, las fiestas populares siguen siendo espacios necesarios —y urgentes— de encuentro y colectividad. Mantenerlas vivas implica defender la participación local, proteger las tradiciones propias y pensar en qué modelo de ciudad queremos. Quizás, la próxima vez que veamos una maleta volar por los aires en Horta, recordemos que no solo es un juego divertido. Es también una advertencia: las fiestas pueden ser escaparate turístico, pero sobre todo deberían seguir siendo una celebración de identidad, resistencia cultural y generación de conciencia de clase.

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