Diciembre de 1991. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) colapsa y se disuelve. Desde la caída del muro de Berlín en 1989 (si acaso no antes), parecía cuestión de tiempo que algo así pudiera suceder. Sin embargo, en cierto sentido había algo de sorpresivo o inquietante en lo ocurrido. Desde 1917, luego 1921 y, especialmente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, el mundo se había dividido en una clara política de bloques: el bloque capitalista por un lado, liderado por los EEUU, y el bloque socialista como contraparte, liderado por la URSS. Si la principal potencia y referente del bloque socialista caía, eso debía implicar algún tipo de cambio abrumador y significativo para el mundo, sin duda alguna. ¿No habría ya más telón de acero? A decir verdad, esto último no estaba tan claro pero todo apuntaba a que nada iba a ser igual.
Año 2009. Mark Fisher publica Realismo capitalista dónde sostiene, siguiendo a Fredric Jameson y Slavoj Žižek, que estamos presos de la sensación de que es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo. Menos de veinte años han pasado entre el colapso de la URSS y este escrito de Fisher. El mundo, efectivamente, ha cambiado mucho. A decir verdad, la disolución de la URSS propició que ya en su momento Francis Fukuyama hablara del fin de la historia: Game Over. No obstante, no se puede decir con rotundidad que Fukuyama profetizara nada porque el camino recorrido por este “final” recorrió muchas aristas y se complejizó bastante. En cambio, en 2009 parece verse claro el guión del cambio. Según Fisher, está muy claro que el problema fundamental es que parece (y remarquemos lo de parece) no haber alternativa. En esto consiste precisamente el realismo capitalista, en inocular el pensamiento de que, a lo sumo, podemos escoger siempre el mal menor, pero que ciertos principios capitalistas (que, a menudo, se tratan de pasar como a-ideológicos, pues toda ideología triunfante se torna invisible por su pretensión de ausencia de límites) son incuestionables, que el mundo, la sociedad o la vida misma son así.
A menudo se nos dice que, a pesar de que es incuestionable que el capitalismo conlleva ciertos problemas, estos mismos tienden a reducirse con el paso del tiempo o, cuando menos, no son más graves que los que plantearía un régimen socialista, tal y como, según estos críticos, sostiene la misma Historia. Sin embargo, no se dice aquí que haya que elegir entre capitalismo y el socialismo real de forma dicotómica como si, a decir verdad, fuera imposible cuestionar el funcionamiento del capitalismo sin optar por el modelo soviético que llevó a su propio colapso. No. Es este precisamente un grave error: descartar que haya alternativa por el simple hecho de que cualquier alternativa forma parte del pasado, algo que quedó obsoleto y fracasado.
Falta de negatividad. Comencemos por ahí, designando el problema. ¿Qué significa esto? Que nada resiste ya. De hecho, una función de utilidad capitalista de la existencia del bloque socialista estaba relacionada con la presencia de dicha negativida. La existencia de una alternativa en el mundo, aún cuando no se supiera que no estaba funcionando del todo correctamente, generaba una resistencia, una lucha dialéctica constante y no resuelta que permitió, por ejemplo, que las sociedades de Europa Occidental desarrollaran en su mayoría amplios Estados del Bienestar que sedujeron a su ciudadanía, haciéndoles ver que era posible vivir bien dentro de un mundo capitalista. Es decir, la presencia de una alternativa (revolución mediante) mantenía una vigorosa negatividad que hacía más “amable” al capitalismo. Y lo hacía precisamente más “amable” haya dónde ni tan siquiera se pasó de cerca por ningún proceso revolucionario. La sola presencia de dicha negatividad, la lucha dialéctica y la resistencia simbólica operaba cambios.
Si se piensa, es bien curioso. El capitalismo pasa por darle centralidad a la noción de competencia pero, sin embargo, esta parece obviarse cuando hablamos de las estructuras sociopolíticas y económicas fundamentales: el mundo post-1991 ha convergido en un monopolio (o casi) capitalista en el que apenas cabe discutir sobre matices. Alguien podría decir que estos matices son muy amplios y variados y que sería muy reduccionista despachar la cuestión de este modo, pero… ¿Es realmente así? ¿Acaso no se notan los efectos de esta falta de negatividad? ¿Acaso el neoliberalismo no se gesta en la crisis de bloques y se despliega y arrasa con el colapso del mundo bipolar?
Sobre los efectos de esta falta de negatividad se puede dar cuenta fácilmente: el advenimiento del anarcocuñadismo y, como rezo en mi título, la derecha estrambótica. El espectro ideológico en muchos lugares ha ido virando progresivamente cada vez más a la derecha. Esta afirmación convive con el relato de una derecha que, a menudo, crea multitud de espantapájaros advirtiendo con ellos del supuesto (¿y secreto?) poder de la izquierda: dominio y perversión de los medios de comunicación, blanqueamiento del terrorismo, adoctrinamiento en escuelas y universidades, agendas políticas forzadamente inclusivas, etc. Es decir, desde la derecha se proyecta la imagen de que la izquierda y/o lo woke colonizan y moralizan toda instancia para dominar cultural, social y políticamente un mundo que, sin embargo, resiste heroicamente a sus tentáculos (pues de alguna forma habría algo en la “sensatez” humana que se resistiría a ello).
¿Se ve lo que está pasando? La derecha ha entendido bien que esta negatividad es necesaria para la dialéctica y, por lo tanto, para poder prosperar como alternativa. Sin embargo, ya no hay negatividad: se la inventan, crean un monstruo que es, en todos los sentidos, falso. No les conviene decir que ya ganaron, que no hay alternativa que esté operando. Necesitan alguien a quién oponerse. A pesar de que ese alguien a duras penas acabe hablando de desarrollo sostenible, de reciclaje, de mejorar la redistribución de la riqueza y la justicia social… Pero sin cuestionar los cimientos mismos sobre los que nos movemos. Y quizás así se apunta a otro problema derivado: hacer ver que se está proponiendo un modelo alternativo cuando, a lo sumo, hay versiones descafeinadas de lo mismo.
Así, sin negatividad, sin resistencia real y operativa ninguna, la extrema derecha avanza. Cada vez hay más partidos, en más países, crecen más y se atreven a sostener barbaridades mayores. Se niega la legitimidad de la justicia social o de los impuestos, se minusvalora la importancia de los factores sociales o de otra índole en el “éxito/fracaso” socioeconómico de cada quién, incluso se reinterpretan dictaduras y episodios históricos a conveniencia, ya ni siquiera todos los miembros de las SS son vistos como criminales por algunas gentes… Y aún nos deberemos creer que vivimos en una distopía progresista/izquierdosa/woke.
No hay negatividad, no hay resistencia, no hay alternativa. Y lo estamos pagando muy caro.


