Un lanzamiento, en el Derecho Procesal, es “el acto de entregar un bien inmueble a una persona y desalojar del mismo a quien lo estuviere ocupando”. Evoca, en su polisemia, el lanzamiento al vacío del que queda desalojado y a la intemperie, como le ocurrió hace poco a Segundo Fuentes y, antes, a muchas otras personas.

La pandemia ha reactivado y repetido uno de los efectos más inmediatos y graves de la crisis del 2008: la pérdida, para muchas familias, de su casa. Comporta un sentimiento de desamparo, de indefensión y una angustia por el futuro que en algunos casos favorece actos extremos como el suicidio. Un desahucio, además, despierta en el sujeto un afecto de rabia y un sentimiento de injusticia, como el de muchas personas cuyo trabajo de tantos años de repente no vale nada, se sienten inútiles socialmente, indefensos y con fuertes sentimientos de culpa.

Miguel, camionero con larga experiencia, quedó en paro al inicio de la crisis anterior, separado y con un hijo de 15 años a cargo, lo expresa de manera clara cuando, tras una tentativa de suicidio, nos cuenta su sensación de parecer un inútil, alguien que no ha hecho nada bien, incapaz de encontrar trabajo y dar un buen ejemplo a su hijo. La pérdida inminente de la casa ha reavivado para él otras pérdidas anteriores, algunas escasamente elaboradas como fue la muerte de su padre hace 10 años, coincidiendo además con su proceso de separación. Compró una vivienda nueva, continuó pasando la pensión de alimentos a su ex y desde hace un año tiene consigo a su hijo, adolescente desorientado que ya no puede vivir con la madre y su nueva pareja. Miguel fue haciendo algún trabajo eventual y lleva 3 años sin trabajo, tuvo que malvender el camión y ahora perderá la casa por no poder hacer frente a la hipoteca. “¿Cómo le meto yo la bronca al chaval cuando se rebota y no quiere ir al instituto si yo mismo he ‘suspendido’ la asignatura más importante de mi vida? Tengo miedo que más que una ayuda sea una carga para él porque ¿Quién quiere contratar a un hombre de 48 años? Por eso a veces pienso que lo mejor es que me quite de en medio”.

Cada caso, en su diferencia, nos indica cómo el sentimiento de culpa, asociado al fracaso de una expectativa, desencadena la idea recurrente de lo que el sociólogo Richard Sennett llamó el Fantasma de inutilidad, de pérdida de la confianza en sí mismo y de autorreproches acerca de su valía. La pérdida de control sobre la propia vida (locus control), no saber qué pasará en un término corto y cómo resolver ese imprevisto, es una referencia muy presente, así como las ideaciones de padecer enfermedades mortales e incluso las ideas autolíticas.

No se trata de establecer una relación automática entre desahucio y suicidio, pero es evidente que la exposición a situaciones de desamparo es un factor de alto riesgo, como lo prueba el hecho de que en muchos sujetos la perdida de la casa por el motivo que sea, suele ser uno de los primeros pasos de un proceso de desinserción social, con pérdida de vínculos laborales, familiares y sociales que pueden provocar un estado de indigencia y aislamiento social.

Cuando una sociedad deja desamparados a los más vulnerables mientras a su alrededor crece sin límite la desigualdad, debe saber que esa exclusión de los vulnerables retornará, primero como autoagresión (suicidio, depresión, ruptura de vínculos, aislamiento) y luego como violencia social directa entre sus miembros y colectivos. No hay una lectura común para estos actos -cada uno y cada una tienen sus razones particulares- pero sería ingenuo desconocer que las cartas con las que cada cual juega en la vida están marcadas y, si bien permiten varias jugadas, el abanico no es ilimitado.

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