La ciudad de Cádiz acogió, hace escasas semanas, la XLII Reunión de la Sociedad Española de Epidemiología y, yo mismo, participé, hace unos días, en el Congreso Estatal de Quintana Roo (México) de la Red de Profesionales de Psicología (REDPSI). En ambos encuentros se trató un tema al que, hasta hace poco, no se le había dado mayor importancia: la relación entre gentrificación, dinámicas de turistificación y salud mental.
El antropólogo Marc Dalmau, no hace tanto tiempo, propuso hablar de determinadas afecciones sociales generadas por las dinámicas de gentrificación y reforma urbana utilizando el concepto síndrome de afectación. Dalmau, que había detectado éste en su estudio sobre la desaparición de la Colonia Castells, en Barcelona, definía este síndrome como ‘un mecanismo de desarticulación comunitaria, fragmentación del vínculo social y de descomposición de clase producido para facilitar y legitimar el desplazamiento forzado de las familias de clase trabajadora de los espacios urbanos de centralidad e impedir cualquier atisbo de resistencia al modo de acumulación y a la apropiación capitalista de la ciudad’. Se trataría por tanto, de un malestar social inducido de forma que determinados proyectos de reforma urbana pudieran salir adelante con la mínima oposición posible.
Recordemos que, en el caso de la gentrificación, ésta sería aquel proceso de desplazamiento socio-espacial que ocurririría cuando grupos poblaciones pertenecientes a las clases bajas o medias-bajas se ven sustituidos por otros de clase media y medias-altas en un determinado espacio, que ya puede ser una calle, un barrio, una ciudad, etc. La gentrificación no sería únicamente algo relacionado con la vivienda, sino que se encontraría vinculado a la consideración del espacio como producto y su posterior mercantilización. La introducción de mecanismos de mercado en el espacio supone que operen en él las tensiones generadas por la oferta y la demanda lo que, en el caso de un bien tan especial como es el suelo, con una oferta rígida que no responde con bajadas de precios frente a futuros incrementos del mismo, acaba por determinar procesos de exclusión de aquellos grupos poblaciones, o clases sociales, que no tienen la capacidad económica de acceder al mismo. El resultado de todo esto es la expulsión de estas capas de población, su sustitución por otras y la transformación final de una área concreta en un gueto más o menos homogéneo.
Este desplazamiento, inducido primeramente por el síndrome de afectación como mecanismo de eliminación de resistencias, produce, a su vez, nuevos malestares, como son la ruptura del tejido social y las consecuentes redes de ayuda mútuta, típicas de las clases populares; la mercantilización de la vida cotidiana, la cual sustituye a las anteriores redes; la disolución de la identidad local y su sustitución por otra de tipo genérica e indiferenciada; la aceleración en la necesidad de mayores recursos económicos para desarrollar una vida ordinaria y, vinculado a esto, problemas para individuos, familias y colectivos, a la hora de obtener ciertos suministros y acceder a determinados servicios.
La turistificación, por su parte, sería aquel proceso que se da en un determinado espacio (calle, plaza, barrio, ciudad, etc.) y que hace que todas las relaciones sociales se hallen mediadas por el turismo. La turistificación va más allá de la gentrificación porque afecta a la totalidad de las esferas de lo social (empleo, espacio público, vivienda, cultura, seguridad, paisaje comercial, etc.) pero tiene unos resultados, en cuanto a malestar, similares a la gentrificación.
A estos efectos sociales habría que sumarles otros de tipo psicológico. Así, tal y como una investigación de la Agència de la Salut de Barcelona ha detectado, los procesos de gentrificación y turistificación vienen acompañados de un empobrecimiento de las dietas y la alimentación en general, por la desaparición del comercio tradicional y el encarecimiento generalizado de los productos de los nuevos establecimientos; por la privación del sueño y poco descanso, a veces ligado a la sensación de inseguridad, vulnerabilización, miedo, sensación de pérdida del control de la propia vida; por incrementos en los niveles de estrés y ansiedad, por la posible pérdida de la vivienda, las posibilidades de un desahucio y, en general, por soledad, tristeza y rabia.
La conversión de la vida en las ciudades en objetivo del capital, su transformación en mercancía, en eslabón en el sistema de acumulación capitalista, no solo destruye el tejido social, aquello que hace diferente la vida misma y la sitúa como elemento de interés humano, sino que acaba por degradar la vida de las personas con una intensidad tal que ocasiona enfermedades mentales y problemas de salud pública. De hecho, Cancún, capital internacionalmente reconocida por su desarrollo turístico, y ciudad más importante de Quintana Roo, fue destacada en el Congreso de la REDPSI como la que acoge mayor número de suicidios de la República de México.
Como señalaba Nanni Moretti en Caro Diario, si queremos ‘una sociedad más decente que ésta’ habría que poner límites a este tipo de situaciones, sacando las manos del mercado de la vida de las personas, de los elementos más básicos, como la alimentación, la vivienda, los suministros o las relaciones personales. En definitiva, la gentrificación y la turistificación pueden matar.


