La gente habla de las fake news con sorpresa y admiración; así como diciendo mira qué cosa, como si desde que el mundo es mundo el ser humano no se hubiera dedicado siempre a mentir y engañar. A las puertas de la segunda década del siglo XXI nos sorprendemos de que los medios difundan informaciones no fiables, (madre de Dios) cuando, precisamente, las modernas ciencias de la comunicación nacen en el siglo XX para estudiar la manipulación de las masas por parte del totalitarismo mediante la seducción y el engaño.
Ahora se centran en estudiar cómo la tecnología complica más la cosa. La confluencia de comunicación y cibernética pasa hoy por la inteligencia artificial, que no sólo es un sistema hipercibernético para la gestión de las cosas in absentia humana, sino que está concebido para que un observador no pueda identificar la acción maquinal tras la apariencia de conducta humana.
Si seguimos la ley de hierro del pensamiento crítico, “piensa mal y acertarás”, nos daremos cuenta de que el objetivo de la inteligencia artificial no es tanto la gestión sin mediación humana, sino la simulación de una presencia y acción humana que permitan torcer la reacción de acuerdo con los intereses de quien la introduce. De modo que bajemos los humos: las fake news no son más que un leve aperitivo del plato fuerte que nos espera en el festín que los poderes preparan a costa de la libertad y con factura a cargo de los ciudadanos.
A menudo se presentan las fake news como un problema periodístico, informativo y comunicacional, cuando son un problema político. De hecho el concepto se traduce erróneamente: no se trata de “noticias falsas”, sino de pseudonotícias engañosas presentadas fraudulentamente con la intención de engañar y desinformar. Y esta intención no nace de entre el público receptor de la información, sino de los núcleos centrales del poder.
Es Donald Trump quien empieza a hacer circular la expresión fake news para aludir, de manera pervertida, a las informaciones desfavorables que sobre él publican los grandes medios estadounidenses, desde The New York Times hasta la CNN , y lo hace para desprestigiarlos o, como mínimo, esparcir dudas sobre su solvencia informativa. Fake News es, pues, un aspecto reciente de las estrategias de desinformación bastante practicadas durante el siglo XX en la comunicación de masas.
(Auto)comunicación de masas
Pero la comunicación del siglo XXI es más compleja que la del siglo XX. Lo que Manuel Castells ha teorizado como “autocomunicación de masas” -para aludir el papel proactivo de los ciudadanos en la generación y distribución de información mediante redes y medios digitales- es lo que ha conferido una fuerza inédita a las Fake News promovidas desde el poder político.
Ocurre así un efecto perverso en la llamada “alquimia de las multitudes”, aludida por Francis Pisani y Dominique Piotet para designar la acumulación de saberes propiciado por la autocomunicación de masas: en lugar de fomentar la promoción del conocimiento, se deforma la realidad por parte de quienes deberían ejercer su derecho a emitir y recibir información verosímil.
Y es entonces cuando surgen diferentes entidades comprometidas con la información democrática, con la Unesco a la cabeza, que promueven campañas de concienciación sobre el riesgo de las fake news. Proponen la educación de la ciudadanía respecto a la identificación correcta de las fuentes y fiabilidad de las informaciones, la responsabilidad de no difundir noticias falsas, y el uso inteligente de la comunicación para defender el derecho democrático a la información y su profundización.
La Unesco lleva adelante una amplia e intensa actividad alrededor de otro nuevo concepto: alfabetización mediática y digital (MILID, en sus siglas en inglés). Las fake news son el centro de esta iniciativa, pero el problema es que la educación mediática sucede en el seno de la educación general, y ésta no sólo produce formación e instrucción, sino también analfabetismo funcional: personas que saben leer pero no entienden lo que leen.
Y ahora es cuando encontramos a la madre del cordero: no es en una capacidad perversamente oculta en las redes sociales o en la autocomunicación de masas donde se encuentra el caldo de cultivo para las fake news, sino en dos lugares muy concretos: la confluencia de la acción deliberada de poderes políticos, económicos y estratégicos para hurtar a la ciudadanía la información fiable a la que tienen derecho, y en las defectuosas políticas educativas de los gobiernos que no posibilitan el sustrato cognitivo necesario para el ejercicio de la ciudadanía democrática.
Alfabetización digital y funcional
Educadores, activistas y profesionales de la comunicación inciden en el campo de acción de las fake news de abonar los perjuicios previamente causados por otros. Pero en Europa tenemos una manera curiosa de actuar: culpamos a las democracias de la UE de las desgracias de los refugiados que quieren acceder a ellas, en lugar de culpar a los gobiernos criminales que han convertido sus países en campos de batalla y cementerios; nos escandalizamos ante el ascenso de fuerzas populistas y fascistas como si su predominio fuera inevitable, en lugar de ensanchar unas democracias fuertes en las que vivir sea ilusionante. No ha sido necesario ningúna fake new para llegar a esta mentalidad regresiva que se cree progresista y es uno de los más poderosos lastres que impide progresar a un continente que es por ahora la más destacada isla de libertad.
No es necesario pedir a periodistas, comunicadores, educadores y medios cuentas de las fake news sino que hay que buscar su origen en el poder y el dinero. La tarea de educar al público se carga sobre comunicadores y educadores, pero no son ellos los responsables, simplemente aparecen para abonar los estragos causados por otros.
El estado español tiene un panorama comunicacional que se caracteriza por una prensa impresa que es de partido pero no se declara como tal. Lo es no sólo porque toma posiciones editoriales coincidentes con estrategias partidarias, sino porque son propiedad de los bancos que financian las campañas y deudas de los partidos. Medios y partidos deben, al mismo tiempo, su existencia a las entidades bancarias. Aquí empieza y termina el recorrido de cualquier discusión sobre credibilidad informativa en nuestra sociedad.
Elucubrar sobre insidias relacionadas con fake news en este panorama parece ingenuo pero en realidad es el intento de desviar la responsabilidad a los escenarios digitales de la autocomunicación de masas. Y esto ocurre porque la prensa de partido, cada vez menos interesante para el lector informado, encuentra competencia en unos medios digitales que, por más despropósitos que cometan, nunca podrán descapitalizar del todo a unos grupos mediáticos que en otro tiempo fueron grandes negocios en beneficio de delirantes estrategias audiovisual-financieras.
Algunos de estos digitales están llegando rápidamente a la irrelevancia por estar reproduciendo la misma fatídica alianza entre poder editorial, bancario y partidario, pero más descarada y con la desvergüenza de intentar recoger los nichos de público sembrados por otros medios, ahora en recesión. Trump sale a dar la cara en Twitter y moviliza a sus trolls par forzar a la realidad a parecerse a lo que dice, dejando que los bancos jueguen con las astronómicas deudas de los medios a los que desea doblar.
No es que nos hagan falta más y mejores educadores en comunicación, que los necesitamos; no es que los periodistas tengan que contribuir a la alfabetización mediática, que deben hacerlo; lo que se necesitan son editores de prensa dignos de este nombre, capaces de publicar información independiente. En un país donde la fake new más gorda la promovieron el propio presidente del gobierno y el ministro del interior un 11 de marzo de 2004.