Nacida en El Prat de Llobregat (1963) y afincada en Frankfurt desde 1991, Rosa Ribas es una de esas escritoras catalanas que escribe en castellano y que, a la chita callando, se ha labrado una trayectoria novelística en la que destaca una tetralogía policiaca ambientada en Alemania y una trilogía donde lo policial, lo periodístico y lo social cristalizan en la Barcelona de los años 50. Los temas de la identidad y la emigración están presentes en toda su obra. También es columnista en ‘El Periódico de Catalunya’.
¿Qué le hizo marchar a Alemania?
Yo había estudiado Hispánicas en la UB y, después de trabajar en institutos a la espera de hacer oposiciones y obtener plaza fija, me surgió la oportunidad de ir a Alemania. Tenía allí una amiga, Eva, una filóloga alemana e hispanista. Un día me presentó a sus padres que tenían una pequeña editorial especializada en teatro barroco español, y también a su hermano, Klaus, que vivía en Frankfurt. Y mira, ya llevo 27 años con él.
¡Amor a primera vista!
Absolutamente. Pero, claro, es que, además, es una familia de hispanófilos total. Mi suegro, Kurt, que murió hace 10 años, era un gran conocedor de la obra de Calderón, había editado los autos sacramentales completos. Ahora es Eva quien lleva la editorial de mis suegros, junto con su marido, que es español, y publican ediciones críticas. Y ambos tienen un tercer hermano, que vive en Bilbao, está casado con una vasca y habla euskera perfectamente.
¿Cómo empezó a escribir novela?
A mi suegro le agradaba contar historias mientras comíamos. Un día nos explicó un descubrimiento que había hecho: un cuadro de El Prado, cuya historia es fascinante [se refiere a ‘Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes’]. Le dije si podía usarla y de ahí salió ‘El pintor de Flandes’ (2006), una novela histórica que fue mi primer libro publicado, aunque yo había escrito otro, que no se editará nunca, porque es malísimo, aunque fue muy terapéutico…
Explíquese…
Sí. La escribí mientras trabajaba en el departamento de Románicas de la Universidad de Heilbronn, que era muy pequeñito. Llevaba 10 años viendo a la misma gente y, a veces, conoces a individuos de esos de los que piensas que estaría bien que se cayeran por unas escaleras… La alternativa fue escribir una novela policiaca en la que un profesor que viene de visita a Barcelona se carga al tipo ese… Y así, medio en coña, empecé a escribir esa historia, que era muy mala, pero que a mí me sirvió para recordarme que lo que yo había querido ser siempre era ser escritora.
¿Pero usted ya había escrito antes?
Siempre había escrito, pero nunca me había atrevido a publicar nada ni a enseñar nada. Terminé esa policiaca y vi que era capaz de escribir una historia de 300 páginas. Pero de esa gran montaña de papeles, que no publiqué, nacería la comisaria Cornelia Weber-Tejedor, un personaje binacional, que hablara los dos idiomas para interactuar con el protagonista español.
¿Cómo fue recibido ‘El pintor de Flandes’?
Tuvo una recepción limitada, pero me abrió las puertas. A posteriori ha sido mi novela con más ediciones, desde tapa dura hasta bolsillo y quiosco.
En esa novela también existen luchas políticas intestinas.
Era el paradigma de la lucha entre la vieja política y la nueva, la de la corrupción y el mangoneo de Olivares, frente a la política más moderna del conde de Villamediana. Este pertenecía a la familia Tassis, que dominaba el correo en toda Europa y era el que manejaba y tenía la información, sabía todo lo que pasaba y jugaba esa baza. Y quien tiene la información, tiene el control.
¿Cómo se definiría usted como escritora?
Yo soy autora de trama. Me gusta que pasen cosas. Me gusta la novela con historia. Una trama necesita una estructura, saber a dónde va, una curva dramática, llegar al lector, engancharle con lo más elemental de la narración, que es un qué pasó. Me gustan los finales fuertes, personajes potentes, aunque sean despreciables, como el Tom Ripley de Patricia Highsmith.
¿Cómo nació ‘Entre dos aguas’ (2007), su primera obra policíaca publicada?
Esta segunda novela policiaca mía nació de una imagen. Yo iba en el autobús y vi algo, como un cuerpo, flotando en el Meno, el río que cruza Frankfurt. Fue entonces cuando imaginé la historia y el nombre del asesinado: Marcelino Soto, un español que emigró a Alemania en los años 60. Y también las dos preguntas clave: quién lo mató y por qué.
El tema de la emigración, que a usted tanto le tira…
Es que me interesa mucho el tema de la identidad. Yo he trabajado en la Universidad con muchos chicos hijos de emigrantes. En Frankfurt somos extranjeros un tercio de la población. Y se dan las mezclas más curiosas que se pueden encontrar. Fue entonces cuando pensé en retomar a Cornelia, una comisaria hija de alemán y española, que investiga quién mató a un emigrante de la primera generación, de los que hicieron el proceso de la emigración dura, la de quienes viajaron en los trenes borregueros de la época y que nunca se han planteado la cuestión de si son españoles. Son los hijos de estos últimos, los que ya nacieron allí, quienes se mueven entre dos culturas.
Ya lleva cuatro historias con el personaje. ¿Habrá alguna aventura más?
No de momento. Escribir de Cornelia me gusta mucho, porque es como volver a estar casa. Ya le conoces. Pero como se me van ocurriendo otras muchas cosas y las novelas de Cornelia ya las sé hacer, prefiero escribir algo nuevo.
¿Quién se parecería más a usted: Cornelia o la periodista Ana Martí, la protagonista de su trilogía de los años 50?
En realidad, yo sería más ‘La detective miope’.
¿Lo dice por su miopía?
Y por muchas cosas más. Todos los personajes tienen algo de ti, pero si me preguntan al que más quiero, es a esa loca de Irene Ricart, la protagonista de ‘La detective miope’: es la que más se parece a mí. Y sí, en efecto, tengo 25 dioptrías en cada ojo. Me operaron y llevo unas lentes intraoculares. Pero no deja de crecer, aunque sea despacito.
Hábleme de esa novela, que pronto será adaptada al cine.
Es una novela que escribí con una alegría como nunca he escrito nada antes. Salió de mis cuadernos, de cosas que siempre apunto: un reportaje sobre una granja de arañas en Arizona; otro sobre el origen del vals vienés como música nacional hawaiana… Y un día que fui al oculista y me dijo que tenía otra dioptría más, se me ocurrió la historia de esta detective privada cuyo marido, un mosso d’esquadra, y su hija de 10 años han sido asesinados.
Una historia de venganza.
Me gustan mucho las historias de venganza. Encontré, además, una voz en primera persona, que no había utilizado otras veces, y la trama salió sola: los casos y cómo los resuelve, la hipótesis de los seis grados de separación…
Una obra policiaca muy atípica.
Tienes todos los elementos de una novela negra, pero lo importante es Irene, su proceso, su locura, su miopía metafórica. Yo diría que es una tragicomedia melancólica, con personajes muy disparatados y, al mismo tiempo, muy humanos y tristes. Son personajes que viven sus obsesiones que, si te los miras de cerca, son muy raritos, unos frikis.
¿Cómo empezó su colaboración con Sabine Hoffman en la trilogía de Ana Martí?
Yo ya había escrito un par de ‘Cornelias’ cuando entre varios hicimos un librito-homenaje a una profesora. Yo daba entonces un seminario sobre la gramática de Antonio de Nebrija junto con Sabine Hoffman, una filóloga doctorada en francés y español, y le escribimos a esa amiga muy querida un relato de ficción a cuatro manos. Un cuento con el que nos divertimos mucho y nos llevó a pensar en hacer algo juntas. Yo llevaba mucho tiempo con ganas de escribir una novela donde la filología, el conocimiento, la lengua y la literatura estuvieran en primer plano, y se lo comenté. Queríamos que el protagonista fuera mujer y ajustamos el periodo hasta llegar a los años 50, la España de Congreso Eucarístico, que me parecía la época más interesante, la de los silencios, la de la juventud de mis padres. Nos documentamos, hicimos juntas el esquema y nos repartimos los capítulos y personajes.
¿Cuáles, cada una?
Eso no lo decimos nunca [sonríe]. Mirábamos imágenes hasta que encontrábamos al personaje. Por deformación profesional, casi todas las fotos eran de escritores. Cada tantos capítulos, nos los enviábamos. La una los leía, revisaba, corregía y se lo devolvía a la otra. Una vez redactado el manuscrito completo, yo traduje todos los capítulos al castellano y Sabine, al alemán. Finalmente, tuvimos una última fase de pulido, donde eliminábamos el rastro de la otra: Sabine no existía como escritora en castellano y ella era la responsable única de la versión alemana.
Deben ser ustedes un caso insólito…
Sí. Somos las únicas que trabajamos a cuatro manos en dos idiomas. Y la única en novela policiaca, que es muy estructurada.
Después de hacer debutar a Ana Martí como periodista de La Vanguardia, en ‘El gran frío’, se la lleva al Maestrazgo para escribir un reportaje para ‘El Caso’.
‘Don de lenguas’ funcionó muy bien y rápidamente se planteó hacer una trilogía, y la editorial nos animó a hacerlo. No quisimos repetir la fórmula y nos llevamos a Ana fuera de Barcelona y la dejamos sola en un pueblo perdido de Castellón. Mis abuelos son de allí, así que me lo conozco bien. La metes en un caso totalmente diferente y la usas como única voz narradora, salvo los incisos de un chico, algo así como el tonto del pueblo. Ese era el desafío.
Yo la veo casi como una novela de terror…
Sí. Y me gustó mucho hacerlo. Las escenas donde ella está sola en esa casa, en ese pueblo del que no puede salir, procedían de otra novela que al final no escribí. La idea del pueblo aislado es el terror, directamente. Estás encerrado y no puedes salir. Y eres la forastera, a la que todos miran, la que igual va a romper la fea paz que tienen, en ese pueblo de estructura medieval, donde sigue existiendo cierto feudalismo…
¿Tuvo menos éxito la segunda que la primera?
Con perspectiva, para mí la segunda es la mejor, literariamente. Y si nos fiamos de la recepción, de los comentarios críticos, es la más intensa, la mejor de las tres, la más oscura, la más dura y terrible. La primera sorprendió mucho, por las dos mujeres, por la filología. Fue la introducción. La segunda es la mejor novela, la que tiene más críticas positivas. Y ‘Azul marino’, la tercera, es quizá la que tienen un trabajo más denso estructuralmente y es la más melancólica, porque se acaba. También recibió menos atención.
¿Se han acabado las aventuras de Ana Martí?
Sí. Es que dijimos siempre que era una trilogía. En la tercera es una periodista más experimentada y también un poco desilusionada. Ahora sería una señora de más de 80 años. También he de decir que escribir a cuatro manos es muy cansado.
En ‘Pensión Leonardo’ cambió de nuevo de época.
Si, a los años 60. Mi idea era retomar historias familiares. Mis abuelos tuvieron una pensión en El Prat, aunque yo no la llegué a ver, que era punto de llegada de muchos emigrantes que llegaban para trabajar en La Seda, en la Papelera. Era una pensión solo de hombres. Y debajo estaba la taberna. Siempre me ha interesado el tema del desarraigado, el que se mueve en una cultura ajena. Es un continuum en todas mis novelas.
¿Ya ha acabado alguna novela más?
Es una historia familiar, de las que me gustan, en la que también he incluido una trama policial, pero esta vez en segundo plano. No habrá muertos, pero sí misterios y secretos. Acabo de entregarla a la editorial.
¿Cómo ve el momento actual, con el creciente voto a la ultraderecha?
Cuando veo como está el patio, me acuerdo de un artículo de Juan Goytisolo de hace muchos años, en El País ¡Quién te ha visto y quién te ve!’, en el que hablaba sobre nuestra desmemoria. Hemos sido un pueblo de emigrantes, y durante los pocos años que fuimos ricos, y éramos los que decidíamos, nos volvimos tan asquerosos como los nuevos ricos. Goytisolo hablaba de El Ejido, de la xenofobia y el racismo. Después de un tiempo en que eso parecía olvidado, hemos vuelto a ser asquerosos e insolidarios. Y eso se hace cultivando y regando el miedo de la gente a perder las cosas, a pensar que te lo van a quitar todo, cuando olvidan lo que ha significado para muchos lo que ha sido la emigración, que la gente no se va de sus países ni por gusto ni por joder a nadie. Se van porque están muy mal.
Como quienes emigraron a Alemania…
Nosotros ya hemos pasado esto. Quién no tiene un pariente que tuvo que emigrar a Alemania, a Francia, a Suiza… Parece que no aprendemos. Y esto lo ves incluso en los emigrantes de primera generación. Somos muy fáciles de sugestionar por el miedo. De ahí el auge de la ultraderecha. Es el discurso que criminaliza a los emigrantes y que está ganando adeptos cada día que pasa. Y la gente es muy crédula, porque, en el fondo, es un problema de falta de cultura. Si a eso le sumas la crisis económica y la desinformación, la gente cae de patitas.
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Una entrevista con un tratamiento muy cercano, alejada de las habituales. Un placer leerla y conocer esos pequeños detalles de Rosa como escritora y como persona. Gracias!