Los Mossos d’Esquadra incorporan petardos de rotunda agresividad sonora en sus manifestaciones. Los taxistas hacen lo propio y sus líderes nos llaman a ir a la guerra. El debate político estricto, de por sí viciado por un léxico bronco y pervertido, desde el ascenso de Pablo Casado al puesto de mando, degenera ya sin tapujos en mera pirotecnia de alta intensidad. Hasta timadores habituales de la calle se ven impulsados a comunicar su señuelo a voz en grito.

Todo ello nos remite a dos grandes vectores que devalúan cuando no envenenan nuestra convivencia en retroceso: el ominoso desdén a la palabra razonada y el emocionalismo estrepitoso y sin matices como motores de actuación colectiva. (El maximalismo calificador hasta se viste de seda: los “partidos del siglo” se suceden en pocos días y el gobierno de un país tan tranquilo como Andorra invita a la “diversión extrema”).

Razones hay para la indignación y en do mayor. Desde 1975 la sociedad española ha clamado contra el coste de la vida, la injusta presión fiscal, los escándalos del sistema y la deficiente transformación de una democracia asentada en un correcto funcionamiento de los servicios públicos.

En este siglo se han sumado a la acumulación de frustraciones los abusos bancarios y otros escándalos del culto al dinero; una recesión de matriz financiera que ha multiplicado la desigualdad, la fronda de reprobaciones a la transición con la monarquía en primer plano, el rechazo bipolar al Estado de las Autonomías y el contumaz descenso de la política por su senda de barbarie alejándose de los electores, los valores (decencia, solidaridad…), las ideas y la imaginación.

Aunque parezca que uno acaba de inventar la sopa de ajo, la descripción panorámica y adjetivada del contexto resulta ineludible. Vaya una muestra institucional de nuestra fuente inagotable de tres D (decadencia, desafección, desmoralización): si con el PP nos dominaba una política totalizadora y elitista, con el único objetivo de perpetuarse en el poder, fundada en retorcer los hechos y agitar el patriotismo como espoleta emotiva, movilizadora y reductora, con Pedro Sánchez no nos hemos librado de la política que solo busca autosatisfacerse en el (¿breve?) período de mandato.

La crisis del viejo modelo de hacer política, vista al telescopio, se identifica con la sencilla enumeración de los problemas globales que no figuran en su punto de mira: el envejecimiento degradado de la población, el abismo cruel entre tener y no tener, la carencia de una educación universal de calidad o las peligrosas contrapartidas de la revolución tecnológica.

Vista al microscopio, la mala política se plasma en la rica variedad de falsificaciones de la historia y el presente; la tendencia cínica al olvido; la criminalización, ridiculización o asimilación del disidente; el estigma al diferente; el menosprecio petulante a lo público; el valerse del brazo armado de redes sociales y cloacas para la diatriba cotidiana o la amenaza repugnante; la aceptación del sistema judicial como máquina de escarmiento o disuasión partidista; las dicotomías irreconciliables entre partidos, su negación del diálogo y su tirria al compromiso; la insolencia burlesca a la autoridad legítima en nombre de un despotismo pretendidamente ilustrado o la ensoñación que se opone a todo sin plantear alternativas graduales o posibles.

Resumiendo: esencialismo primario y absolutismo argumental por doquier, del que no escapan las nuevas cosechas de egos mal curados que zancadillean o despeñan a sus camaradas de aparato. Incluso los valores salen al mercado adulterados: la fraternidad es de arriba a abajo, la integración es tramposa, las pasiones bonistas son fanatismos y la tolerancia se ha vuelto insensibilidad. Ya no se critica, se despotrica. ¿Dónde está la sociedad abierta, paritaria, comprometida e intergeneracional, donde la serenidad inteligente y la moderación expositiva sean conquistas intelectuales con las que también se puede decir mucho, llegar lejos y romper tabúes?

Como la política es una emanación de nosotros mismos, sus modos son los nuestros. Todos somos cada día más fríos, egoístas, incívicos, demagogos, melodramáticos, sordos o viles. Encerrados con el solo juguete de la individualidad masificada, cada día escuchamos menos a los demás, nos ponemos menos en su lugar y sentimos mayor acogotamiento a hablar de los problemas de verdad armados con la verdad. Inhibidos y mudos para el pensamiento y su aplicación limpia, verborreicos e hiperactivos para la liquidación del adversario: los boicots, los escraches, las declaraciones de personas non gratas o los juicios sumarísimos en todas sus modalidades.

Cómplice preferente de la política que ha perdido su buen nombre aparece un periodismo oficialista rendido a las consignas de quien manda, parapetado en el confort sectario y digital. Una rampante aristocracia del oficio, sin omitir a su plebe precaria que dice transigir en el lenguaje que hace bueno lo fétido por supervivencia económica. El mensaje periodístico público y privado se ha corrompido así en otra violencia no armada: informaciones construidas desde el odio y para el odio; titulares que avalan la conjetura o la sospecha como método de trabajo para servir al amo político que a su vez está al servicio de turbios poderes económicos, o viceversa: para servir al poder del dinero que posee terminales político-mediáticas. Miseria moral, en todo caso.

En el teatrillo binario que nos montan cada día, VAR si, VAR no; relator si, relator no; Maduro si, Maduro no, elegir un adjetivo ya no es fácil, cuando la dialéctica de superficie utiliza poco más de estos cinco: brutal, bestial, tremendo, increíble, facha. Miseria cultural. Hemos perdido los matices y claroscuros que definen las realidades no manipuladas, hoy víctimas de una derecha fatua que estaba sin enemigo y ha encontrado una mina de oro en los pontífices del independentismo; del travestismo de un centro falsamente despolarizado y de una izquierda derechizada y carcomida por la “ética de baja intensidad” o los personalismos.

Es probable que reacciones al presente artículo tiendan a colocarse asimismo en el extremo, como el turismo andorrano. Predicadores de esta estrategia no faltan: desde Laporta/Porta a una iglesia católica jerarquizada que fomenta el antagonismo, pasando por las oscuras golondrinas del PP ansiosas de volver sus nidos a colgar y por sus trasnochados apéndices de Vox convocándonos a las cruzadas tan varoniles. Miseria ideológica de caverna y España negra, alimentada de basura televisiva. Una basura que no solo anida en la derecha cerril, sino que campa a sus anchas en forma de una banalidad espasmódica que intentan hacernos pasar por libertad.

Ya sea desde una tertulia, unos titulares, un vídeo viral, un corte de voz, una nota de la Administración, un mensaje navideño o una octavilla, ficción, realidad maquillada/orientada y realidad se confunden cada día en nuestro plato de spaghetti con mayor ánimo ladino, fruición e impunidad. ¿Voces de la sociedad que debemos atender sin supremacismos? No. Insoportable ruido social, preludio de…

Share.
Leave A Reply