Vale la pena recordar cómo los nacionalismos tal y como los entendemos hoy en día son un producto de la contemporaneidad: comienzan a emerger con el fin del Antiguo Régimen y se desarrollan durante el siglo XIX. La razón de ello es que las identidades nacionales cumplen con la función de proporcionar un sentido de comunidad nuevo en un momento de cambio, cuando las lealtades y las fidelidades anteriores se rompen.
El caso español y catalán no son una excepción, aunque sí un caso un tanto particular. El nacionalismo español moderno arranca con la Guerra del Francés y tiene su punto álgido en la Constitución de Cádiz de 1812, que significó -con todos los límites que podía tener-, la apuesta de la creación de un proyecto político modernizador. En este proyecto las élites catalanas se implicaron con fuerza, y lo hicieron a lo largo de todo el siglo XIX no considerándolo incompatible con el resurgimiento cultural e identitario comenzado con la Renaixença en la década de los 40. Incluso en sus dos declinaciones conservadoras y progresistas, el naciente nacionalismo catalán se articula buscando alianzas o bien con el carlismo o bien con el republicanismo federal español, hasta el punto que ‘catalanistas’ destacados juegan un papel importante en la Revolución de 1868 y en la Primera República.
La Restauración borbónica y sobre todo las dificultades del estado español de configurarse como un proyecto atractivo política y económicamente para las élites catalanas – especialmente después de desastre de 1898 -, decantan a una parte del catalanismo a buscar vías propias. Es en este marco que nace en 1901 el primer partido propiamente catalanista, la Liga Regionalista de Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó. ¿Se trataba de un partido independentista? No. Era un partido monárquico y conservador que tenía el propósito de luchar por la autonomía catalana dentro del estado español.
A pesar de su carácter derechista -sus sectores sociales de referencia eran la burguesía industrial y los terratenientes-, tenía un funcionamiento moderno como partido (fue por ejemplo el primero en tener un diario propio) y una concepción en cierto modo actualizada de la dinámica de funcionamiento de una sociedad industrial como era en ese momento la catalana. La culminación de los esfuerzos políticos hechos en aquella primera etapa de existencia fue la construcción de la Mancomunidad de Catalunya en 1913, una institución que agrupaba las funciones de las cuatro diputaciones provinciales catalanas.
No se trataba de una institución de autogobierno como la conocemos hoy, ya que ni tenía las competencias de las comunidades autónomas ni, sobre todo, disponía de un parlamento elegido por la ciudadanía que pudiera legislar. Sin embargo, y hasta su supresión durante la Dictadura de Primo de Rivera, en 1925 desarrolló una tarea importante en muchos campos, que van desde la educación hasta las infraestructuras. Dicho en otras palabras, se constituyó como la forma de institucionalización de los intereses catalanes (o mejor dicho de los intereses burgueses catalanes) durante una etapa significativa. La IGM, a pesar de que España no participara, tendría un impacto importante y sus derivadas acabarían influyendo también en las relaciones entre Catalunya y España. Como es sabido en 1917 se abriría una crisis social y política sin precedentes en España que marcaría el comienzo de la quiebra definitiva del sistema de la Restauración.
En este marco de cambio de ciclo volvería a aparecer la cuestión catalana en el momento en que diferentes fuerzas políticas catalanistas -de derechas y de izquierdas protagonizarían una larga campaña para la obtención de un estatuto de autonomía que finalmente no se conseguiría. Vendrían años más oscuros: ante la etapa de confrontación social seguida a la guerra y que se prolongaría hasta 1923, fue la misma Liga Regionalista a pedir la intervención del ejército para restablecer el orden y favorecer la implantación de la Dictadura de Primo de Rivera. Poco después el nuevo régimen suprimiría la Mancomunidad y pondría en marcha toda una legislación de clara inspiración centralista y homogeneizadora. La cuestión catalana se volvería a abrir a las puertas de la República, esta vez con una hegemonía totalmente diferente.
La Liga, considerada responsable de la Dictadura de Primo de Rivera, perdería su capacidad aglutinadora, mientras que afirmaba un nuevo catalanismo popular difundido, que cuajaría en 1931 en torno a un nuevo partido catalanista y republicano, Esquerra Republicana de Catalunya. Lo haría ya a partir de las elecciones municipales que darían pie a la abdicación del Rey y a la proclamación de la República, en abril. En un primer momento, Francesc Macià, máximo dirigente de ERC proclamaría la República Catalana como estado dentro de la Confederación Ibérica.
En el caso del estatuto de Núria, la tramitación fue complicada porque el proyecto porque fue redactado para una ponencia y aprobado para la población en referéndum antes de ser tramitado en las Cortes . En aquella circunstancia pues, una cámara legislativa estatal modificó “a posteriori”, un texto sobre el que la población ya se había pronunciado. El debate en las Cortes entre enero y abril de 1932 fue muy intenso, en medio de una campaña durísima de la derecha española y también de la oposición de intelectuales liberales importantes como Unamuno o el mismo Ortega y Gasset.
Efectivamente el texto fue “adecuado” a la letra de la Constitución Republicana, disminuyendo su alcance y dejando atrás una serie de competencias. Aún así significó la conquista de un nivel de autogobierno muy significativo, que incluía, por ejemplo las competencias en materia de justicia o de orden público. En momento de cambio, pues, la cuestión catalana se había transformado en una faceta de la democratización y modernización del estado español: Catalunya – “región autónoma”, tal y como la definía la misma constitución de 1931-, devenía uno de los poderes legislativos de la nueva República española, sobre la base de un esquema que inauguraba el paradigma de las soberanías compartidas.
La vida de la Generalitat republicana -que quedaría ininterrumpidamente bajo control de ERC-, en época de paz fue fecunda pero agitada. Si es cierto que se pusieron en marcha toda una serie de modernizaciones en diferentes campos como la escuela, la ordenación territorial interna o las políticas de trabajo, es verdad también que sobre todo a partir de la victoria de las derechas en las elecciones de 1933, los conflictos comptetencials con el estado experimentaron un aumento importante.
Fue así en el caso de la llamada “ley de contratos de cultivo”, aprobada por el parlamento en 1934, con el objetivo de sustituir el antiguo contrato de cepa muerta, proteger a los campesinos y proveerlos de tierras. La ley -que tovcava los intereses de la gran propiedad agrícola reunidos en torno al Instituto Agrícola Catalán de San Isidro (IACSI), fue recorrida por la Liga ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, que finalmente la anuló. Dentro del marco de este conflicto se inserta también la crisis más dura entre las instituciones catalanas y estatales durante la Segunda República.
El conflicto sobre la ley llevó a las dimisiones del presidente del gobierno español Samper y su sustitución por el radical Alejandro Lerroux que abrió la participación en el gobierno a ministros de la CEDA de Gil Robles. Muchos leyeron este gesto como la antesala de una involución de tipo fascista. Así lo hizo el PSOE que llamó a la huelga y el mismo Companys que proclamó, el 6 de octubre, con estas palabras el Estado Catalán dentro de la República Federal Española:
«En esta hora solemne, en nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del Poder en Catalunya, proclama el Estado Catalán de la República Federal Española y en restablecer y fortalecer la relación con los dirigentes de la protesta general contra el fascismo, los invita a establecer en Catalunya el Gobierno Provisional de la República, que encontrará en nuestro pueblo catalán el más generoso impulso de fraternidad en el común anhelo de edificar una República Federal libre y magnífica”.
El movimiento de huelga tuvo eco revolucionario en Asturias, mientras que en Catalunya, la falta de implicación de los sindicatos anarquistas hizo quebrar el movimiento. En ambos casos la represión fue feroz. Y en el caso catalán se tradujo también en la suspensión de la Generalitat y en el encarcelamiento de todo el gobierno. La normalidad democrática volvería, aunque durante poco tiempo, con las elecciones de febrero de 1936 y la victoria del Frente de Izquierdas. Pocos meses después estallaría la Guerra Civil.
Durante el conflicto -quedando Catalunya durante buena parte del tiempo en la retaguardia republicana- la Generalitat tuvo que disputar el control del marco político y operativo sobre todo con el nuevo poder surgido al calor de los movimientos revolucionarios de julio. Volvería a reconquistarlo entre el verano y el otoño de 1936, aunque los conflictos internos en el frente republicano que culminaron en los hechos de mayo obligaron a Companys a pedir la intervención del gobierno central para garantizar el orden público, que se tradujo en un recorte de competencias.
La entrada de las tropas franquistas en Lleida en abril de 1938 -cuando el ejército de ocupación derogó formalmente el estatut de Núria- anticiparía la cruda realidad que viviría el país después de la guerra. A partir de febrero de 1939 el franquismo se comprometió a destruir las instituciones de autogobierno y reprimir cualquier expresión de identidad colectiva de los catalanes que no fuera meramente folclórica. Sin embargo, en la larga noche franquista la reivindicación del restablecimiento del autogobierno fue una de los ejes de la lucha antifraquista.
Como es sabido, el lema de los cuatro puntos de la Asamblea de Catalunya eran, libertad, amnistía, estatuto de autonomía y coordinación con el resto de los pueblos del estado en la lucha. Y la “cuestión catalana” volvió a ser un elemento fundamental del proceso de cambio democrático en España. Con las movilizaciones desde principios de los años 70 y sobre todo, a partir de las elecciones de 1977, cuando el 85% de las candidaturas que obtuvieron representación pedía el restablecimiento de la Generalitat.
También se debe recordar cómo en aquellas elecciones se visualizó una fuerte hegemonía de las izquierdas y probablemente fue este elemento a dar una resolución rápida y en cierto modo rocambolesca a la situación. Suárez contra toda previsión facilitó el regreso del Presidente Tarradellas en otoño de 1977 -antes de la aprobación de la Constitución-: el detalle importante es que permitió su regreso como Presidente de la Generalitat, el único acto de ruptura legal de toda la transición. La idea era favorecer el encauzamiento de unas instituciones de autogobierno catalanas sin que estas fueran hegemonizadas por las izquierdas, con un gobierno de unidad presidido por el mismo Tarradellas.
Más adelante una comisión de veinte diputados catalanes en Cortes redactaría el estatus de Sau, y esta vez -teniendo presente lo que había pasado en la época de la República- su tramitación en las cortes se haría una vez aprobada la Constitución y el texto que se someten al voto popular (en noviembre de 1979), sería el definitivo.
Probablemente por ello las vicisitudes del estatuto de 2006 (que pretendía reformar el de Sau), tienen una parte importante en la explicación del conflicto que finalmente ha derivado en el 1 de octubre. Aquel proceso se había hecho respetando la secuencia prevista por la Constitución: primero el parlamento catalán, después las Cortes y finalmente el voto popular. En el momento en que se produce la sentencia del Tribunal Constitucional en 2010 y se añade, de facto, un último paso de la secuencia que altera lo que la ciudadanía catalana había votado se genera una herida democrática que acaba haciendo torontollar todo el sistema de garantías imaginado por la Constitución de 1978.
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Excelente resumen. Gracias