La acusación de rebelión flaquea (o se esfuma) y la huelga se ha desinflado, o ha pinchado, por decirlo con un verbo más explícito. Ambas son buenas noticias. Mientras ningún fiscal ha aportado hasta el momento datos relevantes que le permitan ir a por la mayor, en Catalunya la huelga llamada a ser general no ha sido ni siquiera parcial. Mucha agitación de baja intensidad por la mañana y mucho manifestante por la tarde. Más de lo mismo. Normalidad. El juicio no ha traído el momentum con el que Torra creía que todo iba a empezar de nuevo. No me parece mal.

Hace unos días, las derechas pincharon en Colon. Ayer el independentismo pinchó en Catalunya. La demagogia sigue dueña de las redes, pero en la sociedad asoma cierta sensatez. El tiempo dirá si estamos sólo ante un espejismo. En todo caso, no hay que olvidar que muchos conflictos terminan por cansancio, cuando los contendientes ya no alcanzan a propinarse más garrotazos. En estos casos, el error más habitual suele ser el de ver sólo la debilidad del adversario y pensar que ha llegado el momento de darle la puntilla.

Es un error que podrían cometer los independentistas. Confundir las buenas maneras de Marchena y las vacilaciones de algunos fiscales con la impotencia del Estado. Si piensan así, se equivocan. No son conscientes de las fuerzas que todavía le quedan al contrincante. Como se equivocan también quienes interpretan el fracaso de la huelga como el principio del fin del mal llamado conflicto catalán. Van dados. La huelga ha pinchado, pero la mitad de la sociedad catalana que ha desconectado sigue ahí, hechizada por sus héroes. Someterla mediante otro 155, como sugieren Casado y Ribera, dejaría España exhausta. Convencer a esta mitad, (al menos a una parte) de que existe un camino entre el todo y la nada será cosa de una generación. Estamos ante una suma de debilidades. Quienes no lo entiendan se van a dar de bruces con la realidad.

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