Pocas horas después del anuncio de elecciones generales por parte de Pedro Sanchez, el IBEX 35 lideraba las subidas de bolsa en los mercados europeos. ¿Qué curioso verdad? Yo siempre había entendido que la economía reaccionaba mal ante la inestabilidad política. Pues no en este caso. La derecha, independentista y centralista, había conseguido impedir la aprobación de unos presupuestos que suponían nuevas tasas a los bancos o a las transacciones financieras, así como el aumento del impuesto de sucesiones. Y, aparte, el Gran Capital ya salibaba sólo de pensar con la llegada de un ejecutivo de derechas dispuesto a hacer privatizaciones masivas y drásticas rebajas fiscales a las grandes fortunas.
No es exagerado afirmar que estos presupuestos generales eran los más progresistas de la democracia, pues nunca Felipe González ni Zapatero habían tenido una correlación de fuerzas tan equilibrada con un grupo político a su izquierda que casi los iguala en número de votos diputados. Los políticas económicas del PSOE entre 1982 y 2012 siempre habían sido de un neo-liberalismo fulminante, abiertos a bajar, recortar y privatizar lo que fuera necesario para quedar bien con los poderes financieros y Europa. Las mismas políticas liberales que habría practicado Pedro Sanchez si hubiera fructificado el pacto con Ciudadanos, en vez de con la izquierda. Es evidente que la alianza PSOE-UP molestaba a los grandes centros de poder financiero, tanto a la española CEOE como la catalana Fomento del Trabajo, y había que dinamitarlo como fuera.
Y ¿con qué relato justifican las dos derechas nacionalistas, supuestamente enemigas e incompatibles por motivos identitarios, esta pinza a las órdenes del capital?
Los portavoces del PDCAT y ERC, tras reventar el diálogo aprobando enmiendas a la totalidad, desprecian estos presupuestos como “políticas menores”, según Ernest Maragall, o afirmar que preocuparse por el dinero es algo “conservador”, en palabras de Elsa Artadi. Para estos miembros de la oligarquía burguesa catalana, que siempre han tenido todas sus necesidades materiales, caprichos y lujos más que cubiertos, las ayudas a la dependencia, la pobreza infantil, el transporte público o los parados mayores de 52 años, deben ser futilidades sobrantes sin la menor importancia. Una prepotencia clasista y aporofòbica similar a la que mostraba Puigdemont cuando, siendo alcalde de Girona, puso candados a los contenedores para evitar que los pobres cogieran comida. Después, claro,vendrán a pedir al resto del estado una empatía hacia su proyecto, que ellos han sido incapaces de mostrar a las clases populares, también las catalanas, por cierto.
Y ¿en qué beneficia a los políticos independentistas presos el bloqueo de los presupuestos? ¿Quizás es que los procesistas esperan una mayoría parlamentaria más favorable que el actual después de las próximas elecciones generales? O, ¿quién sabe si todo está planeado y forma parte de una secreta “jugada maestra”, tramada en las sombras por misteriosos estrategas, la que somos incapaces de comprender los simples mortales? Lo cierto es que la alianza del ejecutivo socialista con Unidos Podemos concretó una política más social, efectiva y no sólo simbólica, en cada Consejo de Ministros semanal que la Generalitat en los últimos 9 años de recortes e ineficacia.
Los nacionalistas catalanes nos habían vendido un fantasioso cuento según el cual, para hacer una política progresista, había que levantar muros, fronteras e hilados con el resto de la Península, ya que nos presentaban los españoles como un pueblo inexorablemente carca, retrógrado y ultra. Esto no cuadraba mucho con la realidad tras la moción de censura a Rajoy. Había, pues, que abrir las puertas a un retorno de la derecha española más centralista, aliada esta vez con la ultraderecha, para confirmar todos los prejuicios y estereotipos del procesisme. Que el bienestar de las clases populares sea la víctima mortal de esta absurda estrategia es tan sólo un anecdótico daño colateral, por ellos.
En cuanto a la triple alianza de la derecha españolista, PP-Ciudadanos-VOX, están encantados con que el conflicto identitario con Catalunya inflame en el extremo y se muestran dispuestos a dinamitar el menor intento de diálogo o de solución. Los dos extremos de la pinza se retroalimentan y se necesitan mutuamente de atraer votantes. Si la derecha catalana y española prescindiera de banderas y se limitara a explicar su política económica, al servicio de la patronal y las élites acomodadas, o recordar sus numerosos casos de corrupción, no llenarían ni un taxi.