Primero fue la perplejidad y la negación (“eso aquí no nos toca”), luego el pánico y la angustia (“podemos morir”) y ahora estamos ya en tiempo de duelo. Cerca de 30.000 fallecidos, muchas familias y amigos afectados, la inmensa mayoría apenas pudieron despedirse y muy pocos hicieron el rito funerario como querrían. Colectivamente nos está costando dar un lugar a la muerte: los contamos cada día pero contamos poco de ellos, de momento cuentan sólo como cifras. Por eso, es importante recuperar algo de la singularidad de cada uno/a.

Julia (nombre ficticios), de 80 años, a la que atiendo por teléfono, me cuenta sus planes para cuando esto acabe: subir a la montaña, a la que nunca dejó de ir, y despedirse allí del que le acompañó más de 50 años. Mira fotos, atiende las llamadas de su familia y de amigos que no la dejan sola un momento. Sabe que lo peor, el vacío de la soledad, no ha llegado todavía, pero lo intuye cuando se acuesta y se hace el silencio.

Laura, 84 años, tiene un familiar muy cercano entre la vida y la muerte. “Me angustio –me dice- precisamente porque sé qué es eso”. Ella perdió a su marido hace 30 años y teme que una nueva pérdida acompañe también ahora a su familia. Vive en su cuerpo la angustia de los suyos, sin poder hacer nada. Está sola, y aunque todos le llaman y le ayudan, nadie la puede “curar” de ese vacío, ahora reactualizado como temor. Le señalo que ella supo encontrar, en su trabajo, la respuesta a ese sinsentido que es siempre una muerte imprevista. Desde entonces no ha dejado de estar activa y aún hoy participa en iniciativas sociales.

Manuela ha cumplido 80 años y nos vemos desde que perdió a su marido hace unos meses tras una larga enfermedad. No pudo decirle adiós porque ella misma estaba enferma. Vive sola, y como Julia y Laura, cuenta ahora más que nunca con el apoyo de los suyos y también con la angustia de la muerte, la suya propia. Hemos hablado de su historia, de los detalles de una infancia complicada con pérdidas precoces, del coraje juvenil que le permitió salir de su infierno particular y decidir tener otra vida con una nueva familia, la que ella creó. Conoce la soledad, a veces incluso la busca y se hace daño, es su derecho a la rabia. Para ella, la transferencia conmigo le permite un lugar donde puede mostrar su cara menos amable, incluso algún afecto penoso y de odio.

Despedirse en soledad de vidas compartidas durante décadas, con hijos e hijas, aficiones y amistades conjuntas, como si la irrealidad que supone una separación definitiva, aquí se hiciese más real

Son mujeres mayores, que tienen que despedirse de un ser querido, sin ceremonia, sin palabras ni el arropo de los cuerpos y abrazos de amigos y familiares. Despedirse en soledad de vidas compartidas durante décadas, con hijos e hijas, aficiones y amistades conjuntas, como si la irrealidad que supone una separación definitiva, aquí se hiciese más real. Algo se ha conmovido para siempre en esa historia y hay que empezar a reconstruirlo de nuevo, pero solas y, como decía Freud, “pieza por pieza”.

Los ritos funerarios tienen su función clave en el inicio del duelo, dan el tiempo para ir colocando cada imagen, cada recuerdo, cada palabra. Es por ello que hace un siglo, en la Primera Guerra Mundial, la imposibilidad de recuperar muchos cadáveres condujo a un aumento de sesiones espiritistas y a una proliferación de monumentos cubiertos con los nombres de los soldados que nunca regresaron, y cuyos cuerpos desaparecieron en algún lugar del campo de batalla.

Johana, de 53 años, ha perdido a su hijo, padre joven, víctima del coronavirus en un hospital de un país lejano. No encuentra palabras a ese sinsentido, sólo imágenes que se le aparecen insistentemente y que le impiden dormir, su estado sigue siendo de alarma permanente, entre la tristeza y la impotencia.

Estas son algunas de las muchas historias de duelo que vemos y veremos en los próximos meses. Nunca es fácil bordear el agujero que se abre en nuestras vidas cuando perdemos algo tan valioso. Muchas veces, es entonces cuando comprendemos el valor de la pérdida, el lugar que el que se ha ido tenía para cada uno y el que nosotros mismos teníamos para él o ella. Ese es el duelo que tenemos que realizar: hacernos cargo de lo que ya no seremos, de lo irrecuperable.

José R. Ubieto. Psicoanalista. Profesor colaborador de los Estudios de Psicología de la UOC.

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