Me gusta empezar cada artículo de las Barcelonas con una pequeña reflexión sobre el arte de pasear. En esta ocasión casi sobran las palabras porque el resto de la serie explica algo fundamental: el punto clave conduce a los demás, y si así es debemos atribuir toda la culpa a una pasión progresiva con la virtud de interiorizar en la mente los espacios. Cada uno de los descritos en estas páginas me pertenece hasta entregarlo al lector, desde la belleza de indagar para depositar un legado colectivo.

Todas estas semanas orbitamos en torno al passatge de Canadell, en la manzana comprendida entre Còrsega, con su extraño sector de talleres, Padilla, Castillejos y Rosselló. Esta travesía forma parte de mi itinerario sentimental. Cuando caminaba por la zona descubriéndola su línea recta me atraía sobremanera. El motivo era la fecha de algunas villitas: 1936, año en que tantos sueños se truncaron, entre ellos, dentro de nuestro asunto, la posibilidad de una ciudad horizontal en sus viviendas, de cielo abierto sin masificaciones.

Fecha de una de las villas del pasaje de Canadell | Jordi Corominas

El primero de enero de ese año Dionisia Canadell, viuda de Rafael Bofill, solicitó permiso para construir un bloque de seis pisos en el número 36 de la flamante avinguda Gaudí. Este inmueble se finalizó en la posguerra y luce una de las placas republicanas de la Ley Salmón. En cierto sentido era la consecuencia de un largo camino de cesión de terrenos al Ayuntamiento por todo el perímetro, desde la manzana correspondiente al passatge de la Igualtat hasta otras parcelas, con toda probabilidad pertenecientes a una antigua fábrica del clan, en el carrer Lepant. Por lo demás todas estas donaciones, interesadas, sirvieron para abrir tramos de Còrsega, Castillejos y dar rienda suelta a Padilla, ese patito feo ninguneado por casi toda la ciudadanía, pues como bien es sabido todos estos lugares apenas se han estudiado entre la pereza congénita de aceptar conclusiones falsas, omnipresentes cuando buceas en los archivos y te alegras al desmentir a tantos popes farsantes, y el desinterés municipal por cualquier dignificación del pasado.
Dionisia siempre dependió de los hombres para realizar sus gestiones, bien su marido, bien un tal Timoteo Martínez. Sin embargo, pese a tanta delegación de responsabilidades, ella fue quien dirigió todas esas operaciones, y como consuelo de un esplendor imposible de recuperar el pasaje es su herencia muda.

El Canadell impresiona por su perspectiva, causada por la combinación entre su estrechez, rectitud y bajos vuelos del ladrillo. Las fincas de 1936 se armonizan con otras aún de resaca novecentista, pioneras del enclave y rodeadas de otras construcciones comprensibles dada la condición urbana del pasaje, siempre en progreso, abertura para enlazar dos extremos a rellenar con el paso del tiempo, algo visible aquí por los estilos arquitectónicos y la ciencia cartográfica, mostrándonos la misma lo incompleto de su rompecabezas hasta bien entrada la década de los sesenta.

El pasaje de Canadell, inacabado según la guía urbana de 1956

Los Canadell fueron inteligentes en sus negocios. Basta escarbar la existencia del último patriarca, Antonio, para encontrarlo en la presidencia de la sociedad La Catalana de aguas o en plena vorágine edilicia para aprovechar el hueco dejado por el convento de las Capuchinas, entre Peu de la Crey y Riera Alta. En La Barceloneta erigió una dársena y no descuidó rentabilizar el prodigio de la Gran Vía, uno de tantos proyectos mal explicados del Eixample al ser un eje inconcluso hasta más allá de la Exposición Internacional de 1929, cuando su trama cercana a Montjuic abandonó la proliferación de descampados.

Mapa de la zona en 1931, con el pasaje de Canadell marcado en negro

Por lo demás el Canadell es víctima de una orientación normal alterada por el capricho de l’avinguda Gaudí, prescindible a nivel de lógica urbanística, aunque, como vimos en anteriores entregas, se caviló desde una fecha tan lejana para nosotros como 1907. La situación de nuestro protagonista en el mapa le otorga cierto valor de frontera tanto por su peculiaridad como por integrarse en otra dinámica bien distinta a todo aquello más cercano, a veces dos cuadrículas son un mundo, con el Hospital de Sant Pau, epicentro de una sucesión de complejos sanitarios inaugurados durante los años veinte, tales como la Alianza o la Cruz Roja de Dos de Maig. A ellos se unía la cuestión militar entre el cuartel de caballería de Lepanto y las casitas cooperativistas.

El hospital de Sant Pau, con Cartagena elevándose hacia la ronda del Guinardó. | Jordi Corominas

Quedan huellas permanentes de ese momento, si bien lo interesante es constatar las intenciones para con esos barrios tan alejados. Si hacia Camp de l’Arpa y el Guinardó se optaba por lo residencial de clase baja, para suplir al barraquismo y permitir especulaciones inmobiliarias de la pequeña burguesía con ínfulas, en el límite hacia el Baix Guinardó las coordenadas iban hacia la erección de grandes centros de dos aspectos tan remarcables, uno nacido por la insuficiencia de camas e instalaciones, otro para perpetuar la capitalidad de lo marcial. El castillo de Montjuic y la Ciutadella ya no eran las amenazas de antaño, el asedio constante a la rebelde Rosa de Fuego, esa expresión tan mal empleada por historiadores y periodistas de duros sevillanos. El presente del primer tercio del siglo XX propiciaba acuartelamientos a priori más mansos, y si digo a priori es por otro recuerdo de 1936, cuando, advertidos de lo acaecido en el resto de España, los hombres y las mujeres de la CNT se apoderaron de miles de fusiles en Sant Andreu para derrotar al Alzamiento ese 19 de julio. En el cuartel de Lepanto hay otra anécdota más cercana. La contaba el malogrado y muy añorado Jordi Solé Tura, a punto de reprimir la huelga de los tranvías desde esa ubicación mientras servía a la Dictadura desde el tedioso servicio militar obligatorio. Por cierto, no deja de resultar chocante la ignorancia de un ayuntamiento de izquierdas, incapaz de dedicar una mínima porción de su presupuesto a conmemorar el primer grito de nuestra urbe contra el Franquismo en ese no tan lejano 1951. Comuns y Socialistas serán progresistas, pero en amnesia son idénticos al conservadurismo.

El cuartel de caballería de la calle Lepanto | Jordi Corominas

Ignoro la fecha de defunción de Dionisia Canadell. Su mundo desapareció al despojarse de esa memoria familiar determinada por tantas hectáreas. Más arriba otros la relevaban desde posiciones más modestas. Aquí todo empieza en el surrealista cruce entre Gaudí, Pare Claret y Cartagena, sesgada en su uniformidad, impoluta hacia cimas tranquilas y humildes, de secreta belleza.

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1 comentari

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