Algún día volveremos a l’avinguda Gaudí por una deuda con el lector y la ciudad, prostituida al merchandising del arquitecto, tanto como para olvidar escribir la Historia de ese enlace entre la Sagrada Familia y Sant Pau, hospital de orientación distinta al resto de la cuadrícula del Eixample, según la leyenda, no seré yo quien la desmienta porque en ellas siempre hay algo de verdad, por la rabia de Domènech i Montaner contra su compañero de profesión.
En esta escritura de las Barcelonas reconozco mi apego a lo pequeño, tanto por interés como por alimentar mis jornadas. En muchas ocasiones me encanta, os llevaré conmigo, ir a una de las cimas del carrer de Cartagena para observar su descenso infinito, su tiralíneas fronterizo.
Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX su esquina con ronda Guinardó se nutrió de barracas. En mi infancia ese tramo, puerta al Baix Guinardó, me fascinaba por el Mas Casanovas, rebautizado por nosotros, los chicos del barrio, como la casa de Jomeini por sus torres al lado del consulado chino, en la actualidad un hotel casi adyacente a un gran supermercado.
El centro sanitario divide los dos hemisferios del Guinardó, a la espera de un paso para juntarlos. Justo debajo de Cartagena hay otra ruptura debida a la necesidad de camas e instalaciones modernas para los enfermos barceloneses. La travessera de Gràcia, antigua via Francisca, termina de modo abrupto por esos muros. El corte genera una anomalía, aprovechada en cierto sentido en esos pletóricos años veinte de desatadas construcciones por donde antes sólo había campos y pocas edificaciones.
He insistido mucho en la impostura de un Eixample unitario. Aquí, en pocos metros, podemos comprobarlo sin muchas dificultades. A principios de esa década las cooperativas militares empezaron a mover ficha para igualar en influencia lo hospitalario. Además del cuartel de Lepanto se iniciaron, desde el admirable fenómeno de las casas baratas, las cooperativas militares, y una de ellas se mantuvo entre Cartagena, Pare Claret, Castillejos y travessera hasta la década de los sesenta. Justo a su vera un señor llamado Josep Costa i Pujol adquirió terrenos a uno de los grandes propietarios del entorno, Josep Sivatte.

Costa tuvo un 1923 muy accidentado. Según el archivo municipal pidió permiso para crear su homónimo pasaje el primero de enero, una formalidad administrativa, pues en realidad entregó los planos firmados en agosto de esos meses tan convulsos para su existencia y la del país. El 14 de marzo falleció cristianamente, entonces no podías morir de otra manera si querías salir en la portada del periódico por excelencia de la burguesía condal, su mujer Joaquina Estruch, madre de dos hijas. Una de ellas, de nombre calcado a su progenitora, devino profesora de manualidades para los más pequeños en las escuelas municipales durante la Segunda República.

¿Quién fue su padre? La hemeroteca nos regala datos dispersos, desde su pertenencia a jurados en 1894, cuando tenía veintiocho años, hasta una incesante actividad como proveedor para materiales de obra, muy relanzada según la Gaceta Municipal durante la Guerra Civil, cuando fue algo así como el rey de arreglar o inaugurar aceras en bienes propios y ajenos. Entre estos últimos, para servidor el único nacionalismo digno es el de la patria chica por puro amor a la infancia, destacó su ímpetu en Horta y en la parte alta del Guinardó, de Feliu i Codina al precioso carrer de Hedilla, aunque no se limitó a la montaña, al desplegar toda su artillería en el Clot y Sant Gervasi. Toda Barcelona requería sus servicios, y si demandaba más presupuesto, por ejemplo, para la brigada de cementerios, se lo concedían sin rechistar.

Cuando concluyó la masacre fratricida Costa no pagó el pato. Era un empresario valioso para cualquier régimen. Murió el primero de junio de 1951 en su modesto apartamento del 154 de Pere IV, en el sector más afín al Poblenou del antiguo camino hacia Girona y Francia. Como es comprensible ignoraba ser fuente de muchas preguntas en mi cabeza. La primera, y única, remite a tantos Costa en pocos quilómetros. Las cooperativas militares del Guinardó, además de la de travessera, fueron impulsadas por Mariano García Cambra y Vicente Costa Blasco, el teniente del conjunto mejor conservado, un pasaje particular entre el carrer de Mascaró y el de la marquesa de Caldes de Montbuí. Esos cuarenta y dos inmuebles de planta y piso con jardín son, por suerte, una de las maravillas más omitidas de la capital catalana, y lo mismo podríamos decir sin temor a equivocarnos de la urbanización donde se halla el carrer de Pere Costa, una traición del nomenclátor al origen de sus promotores, típica y tópica desidia con las historias mínimas de tantos rincones.

El passatge de Josep Costa no está catalogado, y como desde 1987 no se realiza un nuevo catálogo patrimonial, una forma de limpiarse las manos desde el poder y dar vía expedita a la especulación, siempre correrá peligro de desaparecer. Su concepción se basó en dieciocho casas de planta con patio trasero, alineadas por un cercado común para conferir a la travesía coherencia estética, catapultada por otro un detalle de hechizo: el ingreso a cada una de ellas se desmarca de la fachada, como si fueran bomboneras individuales. El paso del tiempo, muy vinculado a lo mencionado al inicio de este párrafo, ha pervertido la melodía inaugural. Algunas tienen un piso extra con balcón, otras, directamente, han desaparecido, sin impedir el predominio de la trama fundacional, según Pobles de Catalunya debida al arquitecto Claudi Durán i Ventosa. Mi duda surge por la firma del documento, si bien la relación entre este hermano del político de la Lliga y Josep Costa tiene mucha lógica. Duran i Ventosa introdujo en España el hormigón y el cemento armado al hacerse con la patente Monnier en 1899. Ambos se enriquecían con lo mismo, y dada la condición de homenaje hacia la inmortalidad de uno mismo, además del beneficio económico, de la callecita podemos cavilar sin muchas dudas un acuerdo feliz, enmarcado en una alianza más extensa.

La trascendencia del passatge de Josep Costa para quien escribe tiene motivos sentimentales. Hace poco abrí la primera carpeta de fotografías sacadas durante la pandemia, cuando sacar la cámara me daba miedo por si un policía me multaba o un gestapista me denunciaba al no realizar una actividad esencial, eso creen ellos, con mis paseos. Al contemplar esas imágenes casi lloro de emoción, porque las instantáneas de cada jornada son mi depósito de memoria, y Costa, con anterioridad dedicado a Sant Climent, es un intervalo amado, un apéndice de relatos secretos, magia de caminar lo anónimo hasta personalizarlo.


