Estos dos años de pandemia mucha gente se ha encontrado en una situación de precariedad que jamás habría imaginado. Crisis tras crisis se va agrandando el colectivo de personas en riesgo de pobreza y, las personas en pobreza extrema cada vez son más. Según el último informe INSOCAT de ECAS, el 26,3% de la población catalana está en riesgo de pobreza y exclusión social, la tasa de riesgo de pobreza es del 21,7% y la privación material severa es del 6’2%. De las casi 400.000 personas registradas en paro un 57% son mujeres, el paro femenino ha ido aumentando de forma sostenida en los últimos años y, especialmente, desde el inicio de la pandemia. Todo ello ha precarizado la vida de las mujeres durante la pandemia y tiene efectos sobre su bienestar y su entorno.
En este contexto de crisis las ayudas condicionadas no han supuesto una mejora de la situación ni han significado un freno en las situaciones de riesgo de pobreza. Mientras, las desigualdades han aumentado con esta crisis -ya sumatorio de las anteriores-, a nivel económico y social y ha evidenciado la brecha digital y ha aumentado la de edad -más gente joven y gente mayor en situación de pobreza y exclusión- y agrandando aún más la de género.
Las políticas sociales no han sido garantía para hacer frente a estos aumentos y las ayudas y rentas existentes, así como los surgidos a raíz de la pandemia, como el Ingreso Mínimo Vital, han quedado cortas y han destapado el laberinto burocrático al que se somete la pobreza. La previsión del IMV no se ha cumplido y sólo se ha cubierto el 20% del objetivo inicial -nació en los primeros meses de pandemia, en junio de 2020-.
La condicionalidad de estas rentas mínimas menoscaba los posibles efectos positivos previstos, las condiciones de acceso son tan rígidas y, a menudo, arbitrarias que provocan la cronificación. Las personas con menos recursos se encuentran justificando la propia situación en una serie de enredos de los que es difícil salir, retrasos en los pagos y errores administrativos que provocan que la exclusión sea cada vez más profunda.
El enredo de la burocracia produce, en sí mismo pobreza. El sistema de control del “fraude” de las personas perceptoras de ayudas sociales ha terminado tejiendo un laberinto administrativo inexpugnable para la mayoría. Las personas solicitantes, perceptoras y no perceptoras, deben aportar certificación constante y se les reclama documentación de la que ya dispone la propia administración. La agilidad administrativa es inexistente y la maraña es cada vez mayor.
Cualquier persona que haya tenido algún pequeño problema con la administración – y más en tiempo de pandemia con la mayoría de trámites online- sabe que incluso para personas que entienden el complejo sistema no es fácil, imaginamos en un contexto de supervivencia, sin recursos digitales y en un maremagnum de ayudas y administraciones, cada una de las cuales tiene una normativa diferente.
Sin tapujos: la burocracia produce pobreza y aumenta las desigualdades. Son necesarias políticas sociales activas que no provoquen estigma social y que provoquen condiciones de igualdad, no las presupongan. Sólo puede actuar desde la equidad, la regresión de derechos en los últimos años y la precarización del mercado laboral está produciendo nuevas situaciones de riesgo de pobreza y empeorando las de la ya existente, es necesario provocar cambios que hagan posible un giro en las políticas sociales. Que todas las administraciones pongan condicionantes y agraven la estigmatización y dependencia está amplificando los efectos sociales y las desigualdades.