Hace treinta años Barcelona estrenó una nueva ciudad. La mayor transformación urbana desde el Plan Cerdà, cien años atrás. Treinta años después, la ciudad sigue en transformación. Aún quedan setenta años por delante para que se cumpla el nuevo ciclo, pero mientras tanto, los debates tampoco son tan distintos a los de entonces. Con los Juegos Olímpicos de 1992, la ciudad se posicionó como uno de los lugares más atractivos del mundo.

Desde ese momento aparece en todos los rankings (tecnología, calidad de vida, capital del modernismo, oferta gastronómica y cultural…) pero los barceloneses mantienen su proverbial espíritu crítico y los temas de debate siguen siendo los de entonces: la inseguridad, el precio de la vivienda (en propiedad o en alquiler), la suciedad, la contaminación, la congestión del tráfico…. Y a ellos se han sumado operaciones urbanas muy concretas, como las supermanzanas o el tranvía por la Diagonal… Barcelona, por tanto, sigue en reconstrucción.

Referencia arquitectónica

La concesión el 17 de octubre de 1986 de la organización de la XXV Olimpíada de 1992 no fue más que la culminación de un proceso iniciado en la etapa del alcalde Josep Maria Socías Humbert y el Delegado de Urbanismo, Joan Antoni Solans, con la recuperación de espacios públicos, continuado después con Narcís Serra y Pasqual Maragall de la mano de Oriol Bohigas.

A este proceso se le llamó “monumentalizar la periferia” porque los esfuerzos y los proyectos urbanísticos se fijaron en los barrios más degradados y olvidados. Fue todo un acontecimiento, por insólito, que Xavier Corberó instalase en 1983 en la plaza Sòller de Nou Barris su “Homenatge a la Mediterrània”. Aquello marcó un proceso que llevó a la ciudad a convertirse en una referencia, tanto en los proyectos arquitectónicos como en la apuesta por plantar esculturas al aire libre.

Nuevas polémicas

Desde el punto de vista urbanístico, los Juegos Olímpicos fueron un éxito: se creó la Vila Olímpica, se recuperó el litoral con parques y playas, se construyeron las rondas, se crearon nuevas zonas verdes y se pudo por fin reducir el tráfico en calles que eran auténticas autopistas urbanas. Es significativo, en cualquier caso, que treinta años después de aquellas iniciativas encaminadas a descongestionar el centro de la ciudad, algunos ciudadanos aún ven como un disparate cualquier actuación que implique destinar menos espacio al automóvil.

Cuando se iniciaron las obras de ampliación de las aceras en la calle Balmes, una carta en un periódico lamentaba tales obras con el argumento de que “por esa calle no pasa nadie”. Era incapaz de razonar que si no pasaba nadie era porque eran aceras de apenas un metro flanqueando una riada de coches.

Algo parecido ocurrió con las supermanzanas en Poblenou, que generaron un intenso debate, alentado (en contra de la iniciativa, obviamente) por los medios que siempre están de parte del lobby que representa el RACC. Las supermanzanas son hoy un modelo exportado a otras ciudades españolas y estudiado con atención por urbes como Nueva York.

El debate sobre el Eixample

Aquel debate iniciado en Poblenou ya no existe en el barrio, pero ahora se ha trasladado al proyecto de crear una supermanzana (lineal, en este caso), en el corazón del Eixample, con el propósito de que exista una plaza o un espacio verde a 200 metros de cada ciudadano.

Urbanistas y arquitectos invocan el Plan Cerdà para conjurar toda iniciativa que signifique alterar el “funcionamiento” actual del Eixample. Se echa en falta, no obstante, que se recuerde que la trama octogonal, aun siendo tan eficaz, poco se parece a la que ideó Cerdà en la segunda mitad del siglo XIX. Sus manzanas solo tenían dos lados y en el centro había un gran jardín comunitario. Era la ciudad igualitaria y tenía una aportación única al urbanismo mundial: el chaflán en lugar de las esquinas, para facilitar la visibilidad de aquellas máquinas (él las definió como “locomotoras”) que pronto ocuparían las calles. Pero su plan se desvirtuó rápidamente.

En 1860 se estableció que la manzana debía quedar cerrada por los cuatro costados. Después, los jardines dejaron paso a almacenes y los edificios crecieron en altura. En varios plumazos se duplicó la densidad prevista por Cerdà y el centro de Barcelona se quedó sin zonas verdes, porque el urbanista no había previsto que las hubiera precisamente porque debía existir una en cada manzana.

Una gestión sin mancha

Además de ser transformadores desde el punto de vista urbanístico, los Juegos Olímpicos de 1992 fueron inmaculados desde el punto de vista de la gestión económica. Una operación de tal envergadura era propicia a la especulación, la corruptela, las comisiones y toda clase de tejemanejes.
Algunos personajes del entorno de Samaranch creían que había llegado el momento de hacer negocio, pero la respuesta del propio presidente del COI, Juan Antonio Samaranch; del alcalde, Pasqual Maragall, y del consejero delegado del Comité Organizador Barcelona 92, Josep Miquel Abad, fue tan contundente que aquel intento se desvaneció de inmediato. Años después algunos empezaron a rascar con la esperanza de encontrar algún atisbo de irregularidad, pero fracasaron estrepitosamente. Nunca nadie ha podido despertar la más mínima sospecha sobre los Juegos del 92.

Las inmobiliarias catalanas, ausentes

Los máximos exponentes del cambio urbanístico de Barcelona fueron el alcalde Pasqual Maragall y el arquitecto Oriol Bohigas. Y aunque es cierto que la unanimidad ciudadana y política respecto a los Juegos fue absoluta, no todos acababan de creer en el éxito de algunas iniciativas urbanísticas como la Vila Olímpica. Ya le pasó a Cerdà: la burguesía barcelonesa se lanzó en su contra porque consideraban que era excesivamente generoso con las superficies no edificables. O, dicho de otra forma, que les dejaba poco margen para la especulación. Baste un ejemplo: llegaron a proponer que se pudiera construir en el espacio que hoy ocupa la Gran Via.

En el caso de la Vila Olímpica, esa reticencia de los poderes económicos catalanes respecto al éxito del proyecto se hizo patente cuando se constató que ninguna caja de ahorros y ningún banco con sede central en Catalunya participó en las primeras operaciones crediticias. Y tuvo que ser una inmobiliaria madrileña (Vallehermoso) la primera que apostó por edificar en la Vila Olímpica.

Un barrio solitario

También los barceloneses tardaron en hacer suya la Vila Olímpica. Una vez adaptados los pisos para ser vendidos, un año después de los Juegos, se dio un fenómeno curioso: los ciudadanos acudían en masa los fines de semana, pero nadie quería ir a vivir allí. En la calle Moscú, por ejemplo, solamente estaban habitadas tres viviendas, y una de ellas era la del arquitecto David Mackay, coautor del proyecto de la Vila Olímpica  junto a Oriol BohigasJosep Martorell y Albert Puigdomènech.

Finalmente, la Vila Olímpica fue un éxito, y pasa por ser el último gran proyecto urbanístico con estricto control y dirección municipal. Luego vendrían operaciones como Diagonal Mar, a rebufo de las urgencias del Forum de las Culturas de 2004, en que los agentes privados lograron imponer su criterio, en este caso capital estadounidense.

La Federación de Asociaciones de Vecinos reclamó que la Vila Olímpica acogiera vivienda social, pero únicamente lo consiguieron en una muy pequeña parte. Pesó mucho el ejemplo de Múnich, donde la Villa acabó convertida en un gueto. Maragall quería que las viviendas -diseñadas por arquitectos que habían obtenido el premio FAD de arquitectura- salieran al mercado al precio de barrios acomodados. Y lo consiguió: el valor de la vivienda no es muy distinto del que se registra en barrios como Sant Gervasi.

Había un cierto recelo entre los barceloneses que tenían recursos suficientes para comprar un piso en la Vila Olímpica, porque la inercia llevaba a pensar que el estatus social mejoraba si se escogía una zona del Eixample hacia arriba. Uno de los primeros vecinos que se instaló en el barrio recuerda ahora cómo cada vez que cogía un taxi, para evitar conversaciones del tipo “cómo se le ocurre vivir aquí”, siempre decía que iba a la torre Mapfre o al Hotel Arts.

El estreno como barrio coincidió con la crisis inmobiliaria del 93 y eso ralentizó la llegada de nuevos vecinos. Era como vivir en un barrio fantasma, sin servicios, con los bajos desocupados y con una sensación tangible de soledad. Aunque todo cambiaba el fin de semana, cuando los barceloneses tomaban al asalto las playas. En esos momentos los vecinos de primera hora sentían “asaltado” su territorio. La playa, que hasta entonces era algo situado fuera de la ciudad, asociado a una segunda residencia, se convertía en un lugar al que se llega en metro o en autobús. Esa fue una de las grandes transformaciones de la Barcelona del 92.

La ciudad que dejó de vivir de espaldas al mar

La recuperación para la ciudad de cuatro kilómetros de frente litoral ha sido uno de los grandes legados de la Barcelona olímpica. Allá donde hubo barracas (SomorrostroBogatell, Camp de la Bota, Pekín), represión (fusilamientos en el Camp de la Bota tras la guerra civil), fábricas, instalaciones ferroviarias y la gran cloaca de Barcelona (el Bogatell) hay ahora una sucesión de playas que muchos días rozan el límite de saturación.

Con los Juegos Olímpicos Barcelona culminaba una aspiración largamente esperada. La primera vez que la ciudad se planteó la necesidad de recuperar su degradado litoral fue en los años sesenta, por medio del Plan de la Ribera, una operación impulsada por grandes empresas que querían crear un barrio de lujo frente al mar. Pero la operación era tan descaradamente especulativa que levantó las iras de los vecinos del Poblenou.

Lo único que se salvó del Plan de la Ribera fue la idea de que Barcelona no podía seguir viviendo de espaldas al mar. Ese mensaje caló entre la ciudadanía, que empezó a tomar conciencia de que tenía a un paso de su casa un litoral totalmente desaprovechado. La  ‘Copacabana perdida”, tituló algún cronista cuando se supo que el plan había quedado aparcado.
Ya nadie duda de que la Vila Olímpica ha quedado integrada completamente a la ciudad. Se evitó que se convirtiera en un barrio marginal y ya nadie alude a su “aislamiento”, como ocurría en 1992. La estructura urbana evoca a Cerdà, con sus patios interiores de manzana y sus alturas contenidas.

Siguen las desigualdades

Treinta años después de los Juegos y un siglo y medio después del Plan Cerdà, Barcelona sigue lejos de ser la ciudad igualitaria que el urbanista –socialista utópico- anhelaba. Las desigualdades son consustanciales a las grandes ciudades. Pedralbes es siete veces más rico que el barrio más pobre, Ciutat Meridiana. Hay viviendas con cuatro baños y otras con apenas un retrete que comparten varias familias. Y a esta ciudad siguen llegando inmigrantes de necesidad, en busca de trabajo y hogar, y estudiantes y profesionales de éxito que quieren vivir en una ciudad que les ofrece talento y una gran calidad de vida.

En Barcelona, la utopía tuvo a finales del siglo XIX un espacio propio, situado muy cerca de lo que hoy es la Vila Olímpica. Es la plaza Prim, la Placeta Isabel, como es conocida en Poblenou, en la que siguen creciendo tres majestuosos ombús. Fue la cuna de los socialistas utópicos. Y ahí sigue el restaurante Els Pescadors, el lugar al que Pasqual Maragall y sus acompañantes fueron a cenar el 17 de octubre de 1986. El día en que todo empezó.

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1 comentari

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