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El pasado 2023, el Estado español vio como, por primera vez en su historia, se sobrepasaban los 85 millones de turistas anuales superando, en más de un millón y medio, al que había sido considerado el mejor año hasta el momento, el 2019. Si nos centramos en el caso de Barcelona, el número de visitantes alojados en la ciudad ascendió, en 2023, a 15,6 millones, algo que supone una cuantía casi 10 veces superior a la totalidad de sus vecinos y vecinas. Las cifras, aun siendo apabullantes, pueden empequeñecer frente a las expectativas de este 2024. De este modo, Hosteltur, la publicación para profesionales del turismo, estima que podríamos estar cerca de los 90 millones de visitantes para el conjunto español, con el consecuente incremento notorio de turistas en ciudades como Barcelona.

Las consecuencias de una actividad de estas características ha sido descrita en gran cantidad de ocasiones. No se trata únicamente de un impacto temporal –masificación, sobrecarga del transporte público, saturación de los servicios sanitarios y sociales, imposibilidad de acceder a los recursos locales, incremento significativo de la huella ecológica, desplazamiento de la cultura local, etc.– sino también, debido al sostenimiento cíclico de este tipo de actividad, de unas consecuencias mucho más perniciosas a medio y largo plazo: privatización del espacio público, homogeneización del paisaje comercial, urbanalización, incremento del precio de los alquileres y la vivienda en general, cambio climático, disolución de la cultura local, pérdidas significativas de la población, gentrificación y otras tantas ‘-ción’ que suponen afectaciones a las formas cotidianas de la vida en la ciudad y la generación de desigualdades y desequilibrios sociales, económicos y espaciales significativos.

Frente a este tipo de prácticas de acumulación por desposesión, siguiendo una de las propuestas más conocidas del geógrafo marxista David Harvey desarrolladas en su obra El  nuevo imperialismo (2003), es normal que los desposeídos, los dominados, alcen su voz. La capacidad del tejido social de Barcelona para dar respuesta a este tipo de procesos es bien conocida. No es por otra cosa que, durante años, fue conocida como la Rosa de Fuego, un apelativo que hacía referencia a la capacidad que tuvo su movimiento obrero organizado para encender la ciudad frente a situaciones que eran consideradas profundamente injustas. En lo relacionado con el turismo, la capital catalana también ha contado con su corto verano de la turismofobia, usando el calificativo empleado por parte del sector empresarial, mediático y político para estigmatizar las prácticas contestatarias y de proposición de alternativas de los movimientos sociales locales contra la turistificación, cuando, en 2017, vio como se llevaban a cabo toda una serie de articuladas demostraciones de descontento y protesta en relación con los desmanes de las prácticas turísticas. Los cambios en el contexto político español, el referéndum de independencia catalán, la llegada del COVID19, primero, y la Guerra de Ucrania después, junto a otros elementos propios de los ciclos de movilización y los colectivos han desacelerado la dinámica puesta en marcha durante aquellos años. No obstante, eso no significa que no queden aun rescoldos de la misma.

Que este año se asistirá a un nuevo episodio de los efectos de un turismo desgobernado en Barcelona es una evidencia patente, y más cuando la ciudad acoge uno de esos mega eventos internacionales que tanto parece gustar a parte de la clase política, la Copa América de Vela. Las calles y plazas, los principales atractivos turísticos, pero también las playas, las tiendas, el metro y los autobuses son testigos de lo que está por venir. Tales expectativas han sido también interiorizadas por parte de sus descontentos, que ya han comenzado a mostrar su malestar en sus paredes: grafitis como Tourism go home son visibles en rincones de Ciutat Vella, pero también en espacios más lejanos al centro, pero que no escapan de las dinámicas de turistificación, como las proximidades del Parc Güell, en el barrio de Vallcarca. Sin embargo, para que estas prácticas del malestar no se queden en eso que el politólogo norteamericano James C. Scott, en Los dominados y el arte de la resistencia (2000) denominara las artes del disfraz político, esto es, las formas mediante las cuales los dominados encontraban, a través del disfraz, el anonimato o el refunfuño, una forma de proyectar su malestar, algo necesario, pero insuficiente para generar cambios estructurales, es necesaria la organización social y política.

La organización y articulación de la contestación es necesaria para que la voz de los dominados sea escuchada, además de aceptada. En otro sitio ya teoricé sobre la necesaria configuración de clase de la lucha contra la turistificación. Pero esta articulación, o cualquier otra, necesita de un mínimo de organización; una disposición que permita una serie de acciones de carácter sostenido, visible y con vocación de transversalidad, que atraiga diferentes intereses afectados por unas prácticas de desposesión insaciables que nos afectan a todos. Puede que no volvamos a otro corto verano de la turismofobia, pero sí parece necesario comenzar a dar los pasos que permitan asentar una contestación social y política capaz de influir prolongadamente en las medidas que se implementen destinadas a gobernar un sector turístico que, a día de hoy, parece ingobernable.

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