El reciente episodio de contestación y protesta ante la celebración de un desfile de modelos por parte de Louis Vuitton en el Parc Güell, Barcelona, lejos de ser un acontecimiento puntual, parece más bien responder a una forma específica de entender la ciudad. Éstas no son únicamente espacios físicos, son también la esfera donde se llevan a cabo un tipo especial de relaciones sociales, las urbanas, además del ámbito por excelencia de la producción simbólica de las sociedades contemporáneas. Cualquier aproximación a ellas, por tanto, se ha de hacer desde un punto de vista holístico, totalizante, de forma que podamos analizar y ver cómo cualquier alteración o modificación en unos de estos tres ámbitos tiene unos efectos claros en los otros dos.

Tras la Revolución Industrial, las ciudades comenzaron a vivir su época dorada. Londres, epicentro del Imperio Británico y cuna del capitalismo moderno, tenía más de 3,1 millones de habitantes en 1860 y unas características muy particulares. Tal y como recordaba Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, uno podía recorrer de punta a punta la capital inglesa sin ver síntomas de la pobreza que se escondía tras los muros de las principales avenidas o permanecía desplazada al interior de las fábricas en la periferia de la ciudad. La principal característica de este tipo de urbe era, dinámica que se acentuó con el triunfo del urbanismo racionalista, que el entramado urbano se encontraba sectorializado espacialmente, es decir, que había una especialización funcional de las diferentes áreas de la ciudad. Esto, que concentraba el área productiva en zonas determinadas, dejaba el resto de la ciudad en manos de sus vecinos y vecinas para desarrollar interesantes dinámicas de socialización y reproducción social. Con el avance de la industrialización por el resto del continente europeo y norteamérica, esta misma tipología distributiva se fue extendiendo, aunque tomando distintas variables. Los grandes polígonos de vivienda público que poblaron el paisaje de las ciudades occidentales después de la II Guerra Mundial son un vivo ejemplo de esto.

Todo esto comienza a cambiar con la crisis de acumulación, en forma de incremento de precios exponencial de los hidrocarburos, a lo largo de los años 70. El modelo social y económico basado en la producción industrial occidental comienza a tener dificultades para sobrevivir, de forma que las fábricas se desplazan hacia la periferia global –Asía, Este de Europa, Norte de África, México y Centro América– dejando las ciudades en búsqueda de alternativas económicas. La salida a la crisis, el neoliberalismo, se produce en clave de avance en la privatización y externalización de aquellas esferas que, hasta el momento, habían quedado bajo la tutela del Estado o exentas de las dinámicas del capital: la salud, la educación, el ocio, el deporte, las calles y plazas de la ciudad. Todo se vuelve mercantilizable y objeto de producción. Las fábricas no se van, sino que se transforman en empresas de servicios que se sitúan en las puertas de nuestras casas, con muchas administraciones locales funcionando como consejo de dirección.

La transformación de las urbes en parques de atracciones vivos, lo que se ha venido en llamar disneyficación, es uno de estos procesos, y Barcelona una de sus alumnas aventajadas. El Barri Gòtic, que ya fue parcialmente concebido así a principios del siglo XX, fue el primero de los territorios mercantilizados pero, como toda lógica capitalista, la dinámica tiene que seguir creciendo para poder mantener los beneficios y, por tanto, ser sostenible. Es así que la ciudad-mercancía sale de su burbuja céntrica y se expande por cada uno de los rincones de la ciudad. Los búnkers del Turó de la Rovira, en el Carmel, son un ejemplo. Otro sería el Parc Güell. De esta manera, los episodios de protesta y manifestación a los que estamos asistiendo suponen la traslación de la antigua conflictividad laboral que se daba en el interior de las fábricas a las calles y plazas de la ciudad.

De esta manera, como decía alguna de las pancartas de otra de las protestas desarrolladas estos días, concretamente ante la tienda que Louis Vuitton tiene en el Passeig de Gràcia de la capital catalana, Vuestro Lujo, nuestra miseria, o L de Lujo, V de Vergüenza, la cooptación de los espacios y el desplazamiento de la población usuaria en aras de un uso mercantil del mismo supone un empobrecimiento generalizado y popular. Sin embargo, y antes de finalizar, me gustaría señalar que este tipo de dinámicas no se producen de forma natural, sino mediante políticas públicas que, por activa o por pasiva, propician su realización. Es por esto que he titulado este texto como L de Lujo, V de Collboni, porque es el PSC y su programa neoliberal el que conduce Barcelona hacia la miseria.

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1 comentari

  1. El model no solament afecta la ciutat de Barcelona sinó que s’està aplicant a tots els “recursos turistitzables” del país. En definitiva, hem caigut a mans de polítics desaprensius que se’ns venen el país. Allò públic està passant a ser privat.
    Salut

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