Hace ya algunos años se volvió un lugar común cierta discusión sobre “los límites del humor”. A tenor del progresivo auge de las redes sociales, muchas personas comenzaban a manifestar de forma pública su disconformidad con algunas bromas, chascarrillos u otras expresiones cómico-humorísticas que hacían alusión a sus valores, ideas o percepciones. En este sentido, una postura que comenzó a tomar cierta fuerza venía a decir que el humor puede hablar de todo siempre y cuando no ofenda a nadie. No obstante, aunque quizás de primeras pueda parecer algo muy sensato, este posicionamiento es un absoluto disparate. ¿Quién y cómo determina cuándo se está ofendiendo? Técnicamente, cualquier persona podría llegar a sentirse ofendida por cualquier cosa, ergo… Mejor no nos ríamos de nada.
Por supuesto, este asunto requeriría un análisis más profundo, pero de antemano, y como mínimo, no será difícil llegar a la conclusión de que la censura o prohibición de todo humor no tiene sentido alguno. De hecho, casi todo el mundo defiende hoy en día la importancia de la existencia del humor, al menos dentro del paraguas de la manida libertad de expresión… Hasta que le tocan lo suyo, entonces ya no se ve tan claro. Quizás ese sea el límite del humor: hasta dónde yo diga basta.
El debate sobre “los límites del humor” podríamos decir que quedó inconcluso: no era posible llegar a un acuerdo de mínimos y, con toda seguridad, era ya una majadería intentar extraer de ahí un consenso o postura oficial. Así, en los últimos años el humor ya no ha ocupado tanto foco mediático. Tal vez hemos estado demasiado ocupados asistiendo al crecimiento y la consolidación de los movimientos de ultraderecha a nivel global[1]. En principio, estas dos cuestiones, el humor y la ultraderecha, parecerían no guardar ninguna relación entre sí pero, a la vista de los acontecimientos, tal vez debamos sondear la posibilidad de una interrelación.
Si se presta un poco de atención se observará que el debate sobre “los límites del humor” ocupó un tiempo breve. Con anterioridad al momento citado no tuvo esa centralidad y ahora tampoco. Mi hipótesis a este respecto es que ese particular momento da cuenta del momento de la infección: el sistema inmune reacciona con virulencia ante el cuerpo extraño, hasta que se purga el agente infeccioso… O hasta que el cuerpo cede.
La Escuela de Liubliana en general, y Slavoj Žižek en particular, llevan años defendiendo que no hay una antítesis entre ideología y risa. Todo lo contrario, la condición de toda ideología triunfante es que se normalice con cierta risa que genere cierta complicidad a través de cierta sensación de que podemos hacer ciertas cosas… Como criticarlo todo, por ejemplo. A decir verdad, este argumento, a pesar de lo sugerente que resulta, no tiende a la universalidad, sino que se cumple bajo ciertas condiciones. En el régimen reinante de las democracias liberales surgidas después de la Segunda Guerra Mundial, donde la democracia parece incuestionable como sistema y la libertad de expresión como valor, esto parece haber sido así, ciertamente: la tolerancia respecto a la risa puede haber servido para apuntalar los cimientos ideológicos del libre mercado, la competencia, etc. Sin embargo, hay algunos indicios que hacen pensar que, tal vez, estemos en el ocaso de esta situación.
En los últimos años, el espectro ideológico de buena parte del mundo, especialmente en Occidente, ha tendido a acrecentar, normalizar y radicalizar posiciones cada vez más escoradas en lo reaccionario: los colectivos LGTBI, las ideas de redistribución de la riqueza o la inmigración, por poner solo algunos ejemplos relevantes, han vuelto a ser temas de discusión centrales, con la tendencia a cuestionar ciertos consensos que ya se habían adoptado en nuestras sociedades. En este contexto, y a la par que el desarrollo exponencial de las redes sociales (o quizás también fagocitado por ellas), la expresión desternillante se ha asimilado a una agresión intolerable y, por lo tanto, tal vez el debate sobre “los límites del humor” haya desaparecido de la palestra porque ya se ha llegado a un veredicto: prohibido meterse con quién puede o debe responder (signifique lo que signifique eso).
Ante esta situación, Alberto Pugilato agrede a Jaime Caravaca por unos comentarios en X de este último hacia su hijo (comentarios que, dicho sea de paso, personalmente considero de muy mal gusto) y el apoyo que recibe el primero amparándose en el derecho a responder se torna masivo. No hay espacio aquí para analizar con detalle los comentarios de Caravaca, ruego que, quién lee estas líneas con interés en la cuestión, indague por su cuenta. No obstante, cuando menos se puede comprender que es disparatado atribuir un comportamiento pedófilo a unos comentarios que, claramente, van dirigidos a ofender o molestar al padre de la criatura, haciendo saña en sus presuntos prejuicios (pues, al parecer, Pugilato sería un conocido defensor de ideas ultraderechistas). Insisto: mal gusto en los comentarios de Caravaca, pero defender el uso de la violencia como respuesta… Se nos está poniendo peligroso este mundo. ¿No era más fácil ignorar dichos comentarios? No fueron en ningún caso amenazas lo que se profirió.
Por cierto, recientemente Santiago Abascal hablaba en un mitin de que, si hacía falta, pondrían (¿todos?) su cuerpo como barrera para defender sus ideas. Y pocos días antes de esto, él y diversos miembros de su partido se reunieron con el presunto genocida Netanyahu. Cuando menos curioso: tanto Abascal como Pugilato argumentaron, en su momento y a su manera, que la infancia siempre se protege. Menos la de Gaza, supongo. O para ser exactos: menos la que no entre dentro de un espectro que cada día nos constriñe más y, que si nos atenemos a lo acaecido en el pasado, nos llevará al abismo, si es que acaso no estamos llegando ya.
[1] Si alguien aún puede tener dudas sobre este crecimiento y normalización porque, tal vez, piense que es un invento woke para construir un hombre de paja… Quizás baste con decir que Milei recientemente describió a Benito Mussolini y el fascismo como una ideología de izquierdas, o Isabel Díaz Ayuso cargó contra el carácter ideológico de una noción tan antaño consolidada como la “justicia social”.


