| Pol Rius

Yo no soy turista, soy viajero es otro de los frecuentes tópicos en torno al turismo. El mensaje que parece esconderse tras este tipo de afirmación descansaría sobre una supuesta y diferente forma de conocer lugares, de moverse y relacionarse con el contexto que se visita. Una forma más íntima, más auténtica, menos invasiva y más acorde a los principios y las normas que habitan en esos nuevos emplazamientos. Pese a tan buenas intenciones, este tipo de autopercepciones no solo se muestran como un imposible, sino que, además, dan pie a que la industria turística proponga y sostenga discursos dirigidos a determinadas clases sociales que, en busca del turismo, persiguen la distinción, creando nuevos productos.

Fue el alemán Georg Simmel el que, en su breve ensayo El extranjero (1908), ya apuntaba algunas de las características que los habitantes de un determinado territorio perciben en los visitantes, en los extraños. Simmel señalaba varias razones interesantes vinculadas a lo que estamos aquí relatando. Entre otras, que la doble posición de cercanía y distancia que mantiene un extranjero le hacen ser percibido como poseedor de una cierta objetividad a la hora de juzgar culturas ajenas pero, a la vez, ser objeto de una confianza limitada, aquella que permite compartir con él solo los aspectos más genéricos, nunca los íntimos, de la realidad local, algo que sí se lleva a cabo con aquellos con los que se mantiene un vínculo orgánico, de comunidad. En la medida en que lo compartido es genérico, no específico, convierte las relaciones entre el visitante y los locales en interesadas, frías y causales. La respuesta por parte del visitante, del turista, suele ser un intento de aproximación artificial, de construcción de una intimidad teatralizada. Este tipo de acciones muestra, sin embargo, unos efectos totalmente contrarios. La relación cercanía/distancia que caracterizará siempre al extraño fuerza la acentuación de las diferencias, de modo que, en vez de acercarse al objetivo de una mayor confianza y familiaridad, subrayará los elementos en común que mantiene éste con la comunidad visitada, pero solo estos. Con su propuesta teórica, y en relación con el concepto de viajero antes reseñado, lo que este sociólogo alemán nos vendría a señalar es la imposibilidad de ser considerado siempre y bajo toda circunstancia más que como un extraño, como un elemento ajeno al territorio local, al destino turístico, a no ser que el visitante devenga miembro constante de la comunidad, con lo cual ya no estaríamos hablando de un turista, sino de un vecino.

Un viajero no es más que un turista de clase media con pretensiones de originalidad

Lo que, en realidad, se esconde bajo afirmaciones como Yo no soy turista, soy viajero, no es más que la tan vacua necesidad, tan propia de las clases medias, de distinguirse de aquello considerado normal, es decir, frecuente, ordinario. Si, tal y como hemos comentado en otro momento, el turismo no es otra cosa que la mercantilización del tiempo libre y el ocio, lo que, en un contexto de semanas laborales de 40 horas y un mes de vacaciones pagados al año -cada vez menos frecuente, por otro lado- amplia enormemente las posibilidades de hacer turismo, la idea de convertirse en un viajero, no en un turista, no sería más que el intento lamentable e inalcanzable de separarse simbólica y físicamente de todos aquellos que disfrutan de sus vacaciones como simples consumidores de un producto turístico. Es aquello a lo que el también sociólogo Pierre Bourdieu denominara la distinción; entendida ésta como el intento de acumular un cierto capital simbólico que diferencie a su poseedor, lo distinga, de las masas a las que no se quiere parecer, entre otras cosas, porque bajo sus ojos aparecerían como indistinguibles, amorfas, pobres. No obstante, un viajero no es más que un turista de clase media con pretensiones de originalidad.

Este carácter individualista y elitista de las clases medias y medias altas por distinguirse de la gran masa de consumidores turísticos ha llevado a la industria a crear paquetes específicos dónde poder expresar y sentir dicha diferencia. Aparecen así esas rutas por lugares exóticos -tan exótico podría ser un poblado tanzano como un barrio periférico de una gran ciudad europea, el be like a local– con apariencia de informalidad pero que cuentan con cada uno de sus aspectos controlados. O la misma configuración de posibilidades que ofrece el actual entramado tecno-turístico, que posibilita la compra de un billete de avión desde un ordenador, así como la reserva de una habitación, desde cualquier parte del mundo. La manifestación de esta posibilidad ofrece al turista de clase media la apariencia de originalidad y libertad; una libertad que no es otra que la que le ofrece su capacidad de consumo.

Así, y para finalizar volviendo a Simmel, a pesar de no formar parte del grupo, de ser un elemento extraorgánico, en palabras del alemán, el turista considerado así mismo viajero -vistiendo y comportándose a veces grotescamente como los locales-, sí que formaría parte de la comunidad que visita, en la que pretende mezclarse, ser uno más. No obstante, esta adhesión no se produce como él piensa, como un elemento más del conjunto, sino simple y llanamente como un extranjero.

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