En los años treinta del siglo XX, Hannah Arendt alertaba sobre la emergencia de movimientos totalitarios no como una anomalía histórica, sino como el resultado de un vacío de sentido colectivo. Cuando las instituciones pierden legitimidad, los vínculos comunitarios se erosionan y el futuro se vuelve opaco, lo que florece no es la deliberación democrática, sino la queja, cuando no un verdadero grito. Hoy, casi un siglo después, la ultraderecha avanza no tanto por sus propuestas, sino por su capacidad de canalizar el malestar. Y lo hace en una sociedad que no promete ni ilusiona, y provoca situaciones de incertidumbre y desazón.

La ultraderecha de hoy ya no es la de los skinheads con estética de confrontación callejera. Es más amplia, más adaptativa, más transversal. Aglutina autónomos asfixiados, jóvenes sin vivienda, clases medias empobrecidas y jubilados desencantados. No es una ideología coherente, sino la coalición del descontento. En palabras de Arendt, es la expresión de una masa atomizada que ha dejado de confiar en los partidos, en la prensa, en las promesas, incluso en sí misma.

Ya en los años 70, el sociólogo mexicano Pablo González Casanova advertía que las diferencias más explosivas no serían entre clases, sino dentro de las clases. Las desigualdades intraclases —es decir, entre personas de orígenes similares, pero destinos divergentes— generan una forma especial de resentimiento. Odiar a un millonario puede ser políticamente correcto, pero resulta abstracto: nadie se compara con Elon Musk o Bill Gates. En cambio, ver cómo alguien como tú logra ascender mientras tú no puedes ni pagar el alquiler, ni acceder a un seguro médico, ni ahorrar, genera una herida que duele en la piel. Es una envidia íntima, casi corporal. Y es ahí donde el discurso del odio prende.

No es odio ideológico; desde la frustración de una vida en la cuerda floja. Desde la rabia de saber que tus hijos solo tendrán futuro si emigran. ¿Ese es el nuevo contrato social?

A ello se suma una capa de irritación cotidiana que no puede subestimarse derivada de la ineficiencia y distancia de muchas administraciones públicas, incapaces de atender, resolver o empatizar con los ciudadanos. Trámites interminables, plataformas digitales disfuncionales, respuestas automatizadas, colas sin atención. Esa burocracia genera una sensación de abandono institucional que se suma al malestar social generalizado. Pero aquí también se abre una paradoja: los propios trabajadores públicos, muchas veces precarizados, invisibilizados y no entendidos por sus propias direcciones, forman parte de ese mismo colectivo afectado. Son a la vez parte del problema percibido y víctimas de una gestión que los ha convertido en blanco fácil del descontento.

En ese marco de desafección, la ultraderecha promete recuperar control. No importa de qué: de las fronteras, del lenguaje, de las calles, de los símbolos. Lo importante es ofrecer una dirección, aunque sea falsa, y una culpa externa, aunque sea ficticia. Como escribió Levitsky, en contextos de polarización afectiva y crisis de representación, los “outsiders” autoritarios presentan una alternativa emocionalmente atractiva a instituciones que parecen vacías. No ganan porque convencen, y castigan a un sistema que ha dejado de funcionar.

En paralelo, las democracias liberales han alimentado el malestar con políticas que priorizan la estabilidad macroeconómica sobre la cohesión social. Siguiendo a Karl Polanyi, podríamos decir que las sociedades han sido subordinadas a los mercados, en vez de subordinar los mercados al bienestar colectivo. Polanyi también advertía que, cuando el tejido social se rompe, emergen contramovimientos reaccionarios. No necesariamente racionales, pero efectivos en un orden simbólico. El ascenso de la ultraderecha no es la causa, sino el síntoma de una democracia vaciada de expectativas.

¿Y qué hace la política democrática? ¿Qué ofrece el centro, la izquierda institucional, el progresismo de salón, el centro sensato, la derecha ilustrada? A menudo, muy poco. Discursos tecnocráticos, digitalización, crecimiento verde, pensamiento woke… mientras la gente pierde sus barrios, sus médicos, sus trenes. La ultraderecha lo sabe y lo explota. Habla con la voz del resentimiento que es una fuerza que no busca justicia, sino venganza (Arendt).

No se puede enfrentar esta deriva solo con indignación moral o con alertas antifascistas. Hace falta algo más radical: recuperar el horizonte. Reconectar la política con la esperanza de una vida digna aquí, no en otro país. Recuperar la promesa de igualdad, no como promesa retórica, sino como experiencia y esperanza.

La pregunta no es por qué cala la ultraderecha, sino qué se ha hecho —o dejado de hacer— para que se convierta en el único refugio emocional frente al derrumbe. Porque mientras la democracia sea vivida como desamparo, el autoritarismo seguirá creciendo y ofreciendo una pseudo esperanza de cambio y rechazo al orden institucional vigente.

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1 comentari

  1. Salvador Llinares i Quiles on

    Molt bon anàlisi, però jo afegiria que el capitalisme utilitza tant a la socialdemocràcia com a l’extrema dreta per al seu benefici econòmic, utilitzà a la socialdemocràcia després de la ll guerra mundial per a contentar a la classe obrera i no se’n passaren al comunisme, però després de la caiguda del Mur de Berlín, eixe comunisme representat per la URSS i el seu bloc deixà d’existir i se’n passaren també al capitalisme, per tant la funció de contentar a la classe obrera ja no era necessària i la socialdemocràcia va començar a morir per a ser substituïda per l’extrema dreta per a llevar tots els drets laborals i socials i així explotar al màxim a la classe obrera, senyalant sempre a un enemic inventat com a responsable de totes les desgràcies i patiments de la classe obrera i del conjunt de les classes populars