Vivimos en una época en la que creencias estimatizadoras y excluyentes se expanden sin pudor a través de las redes sociales. Detrás de esa defensa, impulsada por colectivos y personalidades claramente ultraderechistas, a menudo actúan mecanismos psicológicos invisibles. Uno de ellos es la conocida disonancia cognitiva, que se ve reforzada por una estrategia sociológica llamada reducción a la unidad. Comprender cómo funcionan estos mecanismos es esencial para entender por qué los discursos simplistas y excluyentes tienen tanto poder y cómo podemos hacerles frente.
La disonancia cognitiva es aquella tensión interna que sentimos cuando mantenemos dos ideas contradictorias al mismo tiempo. Es una especie de malestar mental que nos empuja a buscar coherencia, muchas veces reduciendo la complejidad de la realidad con tal de restablecer armonía entre lo que pensamos y lo que observamos. Esta tensión se intensifica cuando nuestras creencias más profundas chocan con realidades externas que las cuestionan.
Es en ese punto donde aparece la llamada reducción a la unidad, un mecanismo que la extrema derecha maneja con habilidad: consiste en simplificar la realidad hasta presentarla como un relato único, donde lo propio se convierte en sinónimo de lo de todos. La estrategia exige ignorar la diversidad y borrar los matices, construyendo una visión uniforme y aparentemente indiscutible. Con ello se consigue que el conflicto interno se disuelva, porque todo queda reducido a una única explicación posible. La simplificación ofrece alivio, aunque al mismo tiempo borra la complejidad necesaria para comprender los problemas sociales.
Cuando dos ideas antagonistas, una cercana y otra externa, se enfrentan dentro de la mente, la reacción suele ser el rechazo a lo diferente. La disonancia cognitiva aparece como respuesta a esa confrontación. Para neutralizarla, la reducción a la unidad ofrece un atajo: promete una versión de la realidad sin fisuras, una explicación totalizante en la que no hay cabida para el matiz. El resultado es un mensaje emocionalmente muy resistente, porque quien lo adopta siente que ha recuperado la tranquilidad. El discurso se formula en términos sencillos y excluyentes: “si no piensas como yo, no eres de los nuestros”. Y esa radicalidad se difunde con rapidez en entornos donde se premia la claridad aparente sobre la complejidad real.
Las redes sociales amplifican este fenómeno de manera extraordinaria. Funcionan como cámaras de eco en las que proliferan comunidades que se refuerzan mutuamente, reproduciendo sin cuestionamiento sus mismas creencias. Si un mensaje obtiene muchos “me gusta”, se convierte en prueba tácita de su validez. La coherencia emocional pesa más que la evidencia racional. Es ahí donde la reducción a la unidad se muestra más eficaz, porque cada clic refuerza la ilusión de estar en lo cierto y elimina la incomodidad que genera la disonancia. No es casual que buena parte de los discursos xenófobos y racistas circulen y se afiancen precisamente en este tipo de plataformas.
El peligro de este mecanismo es enorme. La reducción a la unidad genera comunidades cohesionadas, pero lo hace a costa de excluir a cualquiera que no encaje en su relato. La aparente desaparición de la disonancia cognitiva no es una solución real, sino una trampa que evita afrontar la complejidad de los problemas. Así, el debate público se empobrece y el espacio político se polariza. La disonancia se convierte en un recurso: en vez de provocar reflexión, se transforma en combustible para aferrarse aún más a la simplicidad del relato único.
Sin embargo, existen formas de resistir a este proceso. La primera es confrontar los discursos simplistas con argumentos sólidos, sin caer en el silencio ni en la resignación. La segunda es diversificar las fuentes de información y exponerse deliberadamente a diferentes perspectivas, para no caer en la trampa de las burbujas digitales. La tercera es fomentar el pensamiento crítico, que obliga a hacer preguntas, a desconfiar de las respuestas demasiado fáciles y a reconocer la complejidad como parte inseparable de la vida social.
La disonancia cognitiva y la reducción a la unidad son, en realidad, dos caras de una misma moneda: una tensión psicológica y una estrategia para neutralizarla. Cuando se emplean para sostener discursos excluyentes, la sociedad entera paga el precio en forma de intolerancia, simplificación y violencia simbólica. Pero cuando se reconocen y se desenmascaran, pueden convertirse en oportunidad para construir comunidades más abiertas y heterogéneas. Apostar por la crítica inteligente, por la pluralidad de ideas y por el diálogo no es solo una estrategia política, sino también una necesidad social.
Al final, lo que está en juego es la capacidad de convivir en la diferencia sin reducirla a un relato único. La lucha contra la simplificación no se gana negando la incomodidad, sino aprendiendo a vivir con ella. En esa tensión, incómoda pero fecunda, reside la posibilidad de sociedades más democráticas, más libres y donde la extrema derecha y sus discursos han vuelto a esconderse en el baúl de la historia.


Catalunya Plural, 2024 