Aunque es más que probable que Donald Trump no sepa quién fue el Cid Campeador, lo cierto es que le está pasando lo que dice la leyenda de ese guerrero: está ganando batallas después de estar (políticamente medio) muerto.

El trumpismo, que tan tóxico ha resultado para Estados Unidos desde hace casi una década, ha mezclado el neoliberalismo económico y el ultra conservadurismo cultural con la demagogia, el descrédito de la democracia, la deslegitimación de los gobernantes, la tergiversación de la realidad en a través de las fake news , la explotación controlada de las redes sociales a través de los bots , la judicialización de la política a través de las lawfare , la supremacia, la xenofobia, el machismo y la crispación y polarización de la sociedad. Los efectos psicosociales de la pandemia no han hecho más que agravar todos estos fenómenos, que los trumpistas y “liberales” no solo han reconocido, sino que se han jactado de fomentarlos (¡“Levantamos los muros!”, “¡A las mujeres esto les gusta!”).

En los últimos días, los escenarios políticos españoles y catalanes han dado muestras de la implantación de este trumpismo, que hace tiempo fue importado irresponsablemente a la Península por algunos gurús autóctonos de comunicación política y que los partidos de derechas españoles y catalanes han adaptado aplicadamente, aunque no sólo han sido ellos.

El asalto del Ayuntamiento de Lorca por parte de unos ganaderos instigados por la ultraderecha murciana; la esperpéntica votación en el Congreso de la reforma laboral (en realidad, debería llamarse contrarreforma laboral porque cambia la legislación involutiva de Rajoy), y las contradictorias decisiones de la presidenta del Parlamento de Cataluña en torno a la inhabilitación de un diputado de la CUP, son tres sucesos casi simultáneos que hacen recordar los mejores capítulos del vergonzoso mandato presidencial del multimillonario neoyorquino, lleno de mentiras, arbitrariedades y provocaciones.

Lorca no puede compararse con Washington. Ni el asalto de unas masas menos incontroladas de lo que parecía en el Congreso de EEUU, es equiparable a la gamberrada de un grupo de campesinos fanatizados en la casa consistorial de una población murciana. Pero el mecanismo activado es el mismo: el total desprecio para las instituciones democráticas, deslegitimadas de forma insistente a través de múltiples canales comunicativos de la ultraderecha. Lo hizo Trump allí y lo está aplicando Vox -y copiando el PP – aquí.

El día del debate y votación de la reforma laboral, la derecha española convirtió por enésima vez a Las Cortes, en una mezcla de campo de fútbol y nido de conspiradores. Primero, el PP repitió el tamayazo con los dos diputados de la Unión del Pueblo Navarro, que cambiaron por uno no el voto afirmativo que había decidido la dirección de su partido. Después, los diputados populares gritaron como un gol propio en una final de la Champions cuando creyeron que la contrarreforma laboral era rechazada por el pleno. Y más tarde, los propios diputados -hooligans estallaron de indignación cuando se dieron cuenta de que habían perdido porque uno de los suyos se equivocó a la hora de enviar el voto telemático y permitió que la ley impulsada por la vicepresidenta Yolanda Díaz siguiera adelante. Acusaron de prevaricación a la presidenta del Congreso. Les costó poco hablar de golpe de Estado y de Gobierno ilegítimo. Y, naturalmente, volvieron a ponerse bajo las togas de los jueces para que les dieran la razón. Siempre el mismo guion: insultos, crispación, deslegitimación del gobierno (si se está en la oposición) y nula capacidad de autocrítica. Ya no lo disimulan: si no controlan el Parlamento, les sobra.

Cataluña tampoco se libera del trumpismo y alguien también ha querido cerrar el Parlamento. Laura Borràs se enfrenta estos días a sus propias contradicciones además de buena parte de su partido, Junts per Catalunya, sobrado de aspirantes para sustituiarla al mínimo tropiezo. Borràs criticó a su antecesor, Roger Torrent, cuando éste inhabilitó por orden judicial a Quim Torra. “Desobedecer” es un verbo que los postconvergentes usan a menudo, pero practican rara vez cuando están en el poder y pueden perderlo. Es lo que le ha sucedido ahora a la presidenta del Parlamento, quien, tras muchos aspavientos, ha reconocido que cumplió las órdenes de la Junta Electoral de inhabilitar al diputado de la CUP Pau Juvillà, condenado en una sentencia del Tribunal Supremo que ha sido recurrida y, por tanto, no es firme. 

Nadie está obligado a desobedecer a la Junta Electoral, aunque sus decisiones puedan ser consideradas por la mayoría de la Cámara injustas y sectarias. Pero sí están obligados a ser coherentes con lo que proclaman quienes se llenan la boca de mantener actitudes épicas. La ciudadanía –empezando por los propios votantes independentistas– está harta de ver jugar a sus líderes o que se hagan trampas en el solitario. Que Borràs hable ahora de que en este asunto se han derramado muchas mentiras y falsedades provoca, al menos, una sonrisa paternalista como la que la presidenta del Parlamento nos tiene tan acostumbrados mientras habla con tono condescendiente.

Postdata: El político occidental más fan de Trump probablemente sea Boris Johnson. El, de momento, primer ministro británico, también fan y mal imitador de Winston Churchill, está pasando por sus peores momentos en Downing Street, precisamente por las reiteradas fiestas que montó en plena pandemia, en compañía de sus subordinados. Imita a Trump, que sostenía que las normas son para los demás, no para él y sus amigos. De este escándalo y del protagonizado por el príncipe Andrés, que se ha quedado sin títulos honoríficos y, de hecho, ha sido expulsado de la familia real por sus abusos a menores, quiero quedarme con las lecciones que nos ha dado nuevamente la democracia británica.

Theresa May, anterior premier británica y del mismo partido conservador que Johnson, le dejó a la altura del betún en la Cámara de los Comunes. Ante todos los diputados de Westminster le riñó como una institutriz a un niño pequeño, rubio y blanquete. ¿Cuándo veremos en los parlamentos español y catalán que un antecesor del presidente del Gobierno recrimine en público algún comportamiento de su sucesor a pesar de ser del propio partido? De momento, debemos conformarnos con las críticas off the record o escondidos bajo el eufemismo del “entorno del expresidente X”. Aún tenemos que comer muchas sopas a la hora de igualarnos con el talante de las viejas democracias.

Este es un artículo traducido de La Futura Channel.

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